Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorJueves 18 de julio de 2024
3 minutos
Estoy viajando en un avión. Va lleno, 186 pasajeros. Variopinto grupo que, significativamente, mantiene un comportamiento colectivo muy de agradecer, de verdad, poco corriente.
Observando esa estupenda actitud, decido escribir y contar algo que se pueda desprender de ese ambiente y me ayude a describir un carácter o una condición que pueda corresponder a mucha gente.
Algo que, sin molestar, seamos o hagamos o, todo lo contrario, todos los humanos alguna vez, o más, y en diferentes situaciones. Y se me ocurre hacerlo sobre el simpaticón sentido del ridículo.
La primera cuestión es diferenciar entre ser ridículo y tener sentido del ridículo. Porque alguien puede resultarnos ridículo y nosotros sentirnos de algo parecido, y que al otro no le afecte ni fu ni fa.
Trato de aclararme. Hay personas que, en su imagen y manifestación externas, prescinden de la impresión que puedan merecer al resto y deciden hacer o mostrarse a su gusto y manera, sin importarles el "qué dirán".
A otras gentes, les preocupa mucho que su compostura y su hacer, pudiera significar el despertar una curiosidad malsana o sencillamente picarona entre sus semejantes.
Pero ¿quién es el que puede juzgar si aquel personaje, curioso y llamativo, que luce un vestido estrafalario –para él, claro– o no le importa meter la pata del saber –el suyo, por supuesto– y canta fatal o baila como un patán –como no hace él, lógico– y encima disfruta?
Pues, por eso. Tener sentido del ridículo puede resultar ser una predisposición a practicar conductas que no afeen su recepción por el colectivo de gentes de su contexto.
No tener sentido del ridículo a propósito, significa no importar en absoluto quedarse fuera del aprecio social de ese grupo.
Y si es involuntario, es considerarse mucho o poco sorprendido y afectado por las reacciones de sus congéneres, tan probablemente diferentes según les predisponga a cada cual su personal opinión según intuyan la causa del despiste, manía o despreocupación de quien va de extravagante.
Me queda referirme a quienes, probablemente pocos, son inconscientes de si sus actos puedan ser considerados ridículos. Estos, pobres, lo que necesitan es ser comprendidos y en la medida de lo admisible, ayudados, posiblemente para facilitarles una vida más social en general.
No olvidemos, además, que algo ridículo también son los objetos que usamos y las cosas que hacemos y decimos conscientes y que la ciudadanía, la clase social equis o la corporación zeta, no esperan y son cordialmente corregibles en bien de la información debida al causante.
Este vocablo sirve también para definir aquellos actos y cosas materiales que, por su tamaño, ubicación y disposición, nos resultan poco estimables, extraños, fuera de lugar e impropios por algo o de alguien. Creo que, en tales casos, el juicio que podamos tener será normalmente leve.
¿Y Ud., buen lector, alguna vez ha sentido el ridículo propio? Pues no le importe, tendrá algo que contar en la intimidad y le aseguro que podrá sentirse más humano.