Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorJueves 17 de noviembre de 2022
3 minutos
Observo con frecuencia cómo el envoltorio de nuestra vida diaria nos aprieta a modo de corsé moral cuando toca asumir un precio desproporcionado en la compra o no conseguimos una ayuda social justificada, por ejemplo. Pensamos, entonces, que aquello que consideramos improcedente e injusto es una inmoralidad.
Casi siempre se trata de un juicio de valor, de un posicionamiento interesado, desde noble a espurio, da lo mismo el listón, porque en el fondo subyace cada personalidad, pero casi siempre es un llanto social.
Más allá de definiciones culturales y filosóficas, donde la moralidad es el palacio de la moral, como facultad espiritual del ser humano, se esperan del quehacer de toda persona o colectividad unos buenos comportamientos.
El problema surge cuando el criterio de moralidad entra en colisión con el interés, la circunstancia o la razón, o sea, se considera estar actuando adecuadamente y, no obstante, se arriesga obtener un resultado moralmente inaceptable.
Determinados acontecimientos son calificados de acuerdo con una moral objetiva –cosa buena– si son conformes con lo que se espera del común partícipe de esa determinada cultura. Y hasta se estima como ética si esa calificación es normal y universalmente es así considerada.
Un querido contertulio, no hace muchos días, comentaba compungido cómo estábamos consintiendo –nosotros, decía él– que tantas cosas que nos afectan y sabemos con rigor que están mal gestionadas y son potencialmente corregibles, son ignoradas descarada e impunemente permitidas. Y, por eso, inmorales.
Hablábamos de precios del consumo y servicios domésticos, injusta fiscalidad, flaqueza judicial, ignominia política, estafa democrática, falsedad informativa, mentira oficial, desamparo policial, fracaso escolar, derrumbe laboral, y tantas calamidades (infortunios y personajes) que endurecen nuestra vida.
Otro amigo de la cábala, positivista él y macanuda persona, apostaba por las buenas cosas que aún nos quedan y rompía lanzas a favor de la segura corrección de aquellas malas carencias.
Y tenía razón el hombre; poner enfrente las cosas buenas que tenemos, sacrificar prebendas amorales y sacar a flote respuestas hasta ahora encogidas. Es decir, defender lo racional ante el fiasco.
Porque ¿adónde queda la moralidad o inmoralidad de lo que hacemos o nos hacen? ¿Cómo podemos enjuiciar los meros mortales los actos de quienes nos parecen listos vividores a nuestra costa? ¿Quién o quiénes podrían darnos la vuelta a unos y a los otros para que los resultados fuesen moralmente estupendos?
Creo, por ejemplo, que es inmoral que un agricultor, un camionero, un sanitario, un bajopensionista (segmentos económicos hoy mismo en cuestión) no dispongan de ingresos justos para una vida ordenada que prime su esfuerzo y dignifique su persona. Mientras, otros intervinientes ¿necesarios? engordan precios al consumo a la vista incongruentes e injustos.
Pienso también que es inmoral que algunas personas vivan “gratis” a cuenta del sacrificio económico de los paganos contribuyentes y muchos, de paso, obtengan ingresos “indirectos”. Que eso suponga falsear su condición de desempleados o el estado real laboral de otros que tienen contrato (discontinuo) y cobran el desempleo.
Me acuerdo asimismo de los incumplidores fiscales, de consentida práctica. De los responsables políticos, con su engaño social permanente. De bastantes profesionales “libres” incontrolables. De quienes pasan por alto incompetencias e incumplimientos que comportan daños. De trastocadores de la información que confunden la voluntad ciudadana. ¿Cabría en sus actos alguna deseable moralidad?