He visto en la televisión, en algunas de ellas, concentraciones de jóvenes, en horarios nocturnos, en playas, botellones y otro tipo de actividades lúdicas y/o alcohólicas, sin mascarillas y haciendo frente a la Policía, que siente miedo a repeler las agresiones no vaya a ser que sus propios jefes les acusen de “abuso de fuerza” y pierdan el sustento de su familia. Y una muchacha, entre 20 y 25 años, que por toda explicación dice: “Los jóvenes necesitamos fiesta”.
Ha usado el verbo necesitar, que significa “necesidad de algo o de alguien”, “obligar a ejecutar algo”. Lo que es lo mismo, impulso irresistible que hace que las causas obren infaliblemente en cierto sentido; aquello a lo cual es imposible sustraerse, faltar o resistir; carencia de las cosas que son menester para la conservación de la vida; peligro o riesgo ante el cual se precisa auxilio urgente.
Si lo que se trata es de esa importancia, pues bueno... nadie quiere poner en peligro la vida de nuestros jóvenes, de los nacidos a partir de 1990, esos que no tendrán pensión estatal y su única esperanza futura es la solidaridad, caridad, del Estado en su vejez.
Pero no veo a estos jóvenes haciendo esas concentraciones pidiendo mejor educación colegial y universitaria; pidiendo bibliotecas y museos; pidiendo trabajo tajo por tajo desde las ocho de la mañana; ayudando a sus padres a mantenerlos en la casa paterna hasta bien entrada la treintena; pidiendo obligaciones y no solo derechos…
Sus padres son los nacidos en los últimos años del régimen franquista, y sus abuelos nacieron cuando en España había 28 millones de habitantes, acabada la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de ellos, personas hechas a sí mismo, que pasaron muchas necesidades, que soportaban el calor del verano sin más aire acondicionado que un ventilador negro con tres aspas y un abanico, que unas botas katiuska valían para aguantar todo el invierno de nieve, hielo y granizo, con sabañones en las orejas de soportar el frio, calentándose únicamente con el brasero de picón o con la estufa de petróleo, con unos pantalones nuevos de unos viejos de su padre. Y ganándose el pan desde muy jóvenes en múltiples trabajos, hoy desaparecidos.
La situación, por suerte, ha cambiado. El menor de edad está super protegido, por los padres, por la sociedad y por la justicia. Para mí que habría que distinguir entre un niño/a de siete años y un mozo/a de 15 a 18, que hoy en día está ya de vuelta de todo, que se cree con derecho a todo, sin contraprestación de ningún tipo. El trabajo del estudiante es estudiar, el trabajo del trabajador es trabajar. Y el de todos, vivir en paz y armonía.
En cuanto a los mayores de dieciocho años, una parte importante de ellos saben que además de botellones, porros, juego del “clavo” y ayuntamientos callejeros rápidos, hay cines, teatros, libros, conferencias, museos y una ingente cantidad de actividades que no ponen en riesgo la salud de todos los españoles en esta pandemia que ha dejado otros 3.000 muertos durante este verano.
Ser joven, y cuidado con esos que se consideran jóvenes hasta que cumplen 50 años, no es sinónimo de idiotez, de insolidaridad, de no respetar al resto de personas como si no existieran, de ser edadista (discriminación por razón de edad), porque les molestan quienes no están de acuerdo con ellos. Ser joven es algo maravilloso, que pasa y no vuelve jamás, pero que hay que vivir en una sociedad en la que uno no tiene siempre preferencia.