Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorJueves 15 de junio de 2023
3 minutos
Escribir sobre el significado, alcance y aplicación del verbo servir y hacerlo también sobre el sustantivo servicio, es tarea más allá de mis artículos acostumbrados a dos folios y a ser leídos en 3 minutos.
En esta ocasión, por tanto, trataré de ceñir mi inspiración al apunte de la siguiente anécdota:
- Después de quedar con un viejo y buen vecino en vernos y charlar, tras largo tiempo de proponernos hacerlo, acudimos una tarde de días pasados a una cafetería de nuestro barrio.
- Ya sentados, le pregunté qué bebida deseaba y me fui al mostrador de peticiones para hacer el encargo, retirarlas una vez dispuestas, pagar las consumiciones requeridas y llevar la bandeja hasta nuestra mesa.
- Despachamos las infusiones y, al rato de estar hablando, mi buen compañero de conversación agacha y acerca su cabeza hacia mi y me espeta muy quedo: ¡A mi me gusta que me sirvan!… pero no iba por mi.
Puede deducirse que nos encontrábamos en una cafetería moderna correspondiente a una conocida cadena donde el local, la decoración, mobiliario, servicios e instalaciones, en general, está todo muy correcto. Pero en su modernidad habían prescindido de los camareros.
Las personas que sirven y los servicios que se han de prestar siguen existiendo. Diríamos que se han acrecentado, porque la mejor calidad de vida actual exige disponer de más cosas –y más servicios–a disfrutar.
Todo aquello que está dirigido a atender necesidades sociales, tanto de carácter público y obligado como opcionales a voluntad, pero disponibles para todos, cuentan necesariamente con personas que los atienden y actualmente están, en su mayoría, asistidas por nuevas tecnologías.
Sin embargo, cierto es que la figura personal de quienes “sirven hasta el final” a los clientes, de éste o aquél “servicio” está en desuso. Las nuevas generaciones es normal que no encuentren a faltar esa ayuda humana auxiliar, otrora digna, sacrificada, meritoria y muy estimada por el común de los ciudadanos.
Pero para los llamados baby boomers –qué cursilada– y sobre todo para sus mayores, aún sentimos reminiscencia de haber convivido con ordenanzas y botones de hotel o de banco, chicas de servir, auxiliares de gasolineras, acomodadores de espectáculos (aún presentes en algunas ciudades) recaderos, serenos, porteros (figura esencial polivalente en muchas casas antes y solo en pocas ahora).
Es cierto que muchas de las tareas que aquellas personas desempeñaban han quedado al cargo de dispensadores y modos mecánicos que, con mejor o menor suerte, debemos manipular nosotros ahora para obtener un servicio parecido, eso sí carente de empatía.
También lo es que no pasa nada si uno aprieta el botón del ascensor del hotel, o introduce la manguera en el automóvil, busca su asiento y coge el prospecto en la puerta antes de entrar en la sala. O que se aprenda a cambiar una bombilla y ajustar una puerta.
Estoy en contra de esos críticos que siguen sosteniendo que haya tareas serviles que humillan a las personas que las prestan, o que son desconsideradas socialmente. Muchas se sienten felices siendo útiles así.
Aquellas están equiparando a dignos servidores, de personas o servicios generales, como a siervos abocados en servitud de dueños, particulares o empresarios, que los contratan. Hoy está generalmente aceptado que la libertad del ser humano para servir llega hasta lo que para su voluntad y capacidad le es alcanzable, sin limitación alguna.
Mi respetado vecino, alguna semana después, me devolvió la invitación del café que tomamos. Esa vez en un bar, donde un agradable oriental le satisfizo el servicio personal final de modo tan apreciado y al que dedicó una propinilla; gratificación que yo me ahorré, naturalmente, en mi invitación primera, porque no se trataba de que me la diera a mi mismo.