Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorMiércoles 8 de marzo de 2023
3 minutos
Disculpen mi título tan poco académico. Quiero referirme a andar por las calles sorteando barandillas, bolardos y vallas varias, a modo de obstáculos verticales urbanos que delimitan el tránsito de los peatones, dicen que para impedir el aparcamiento de coches en calles estrechas y protegernos del tráfico.
Otra nueva faceta en cuanto a que los viandantes anden mejor, más anchos y seguros, se está imponiendo a costa de estrechar calzadas, creando a veces falsos e innecesarios espacios peatonales, aunque se dificulten servicios rodantes necesarios.
Se trata de intentar conciliar el despiadado incremento del movimiento urbano a cuatro ruedas que, aún pudiendo ser reducible para personas, resulta imprescindible para llevarles cosas. Eso sí, cuentan con que se podrá salvaguardar la movilidad humana y, de paso, ayudar a corregir el manido y temido cambio climático.
Otro dilema es el efecto, incorregible por el momento –espero– de la circulación de los con dos ruedas. Esta nueva clase de circulación callejera de variopinta modalidad y escasa –o nula– regulación y supervisión municipal, que va sumando víctimas y arrollando espacios sean reservados especialmente o “driblando” peatones.
Tenemos también en nuestras plazas y avenidas un nuevo mobiliario urbano, las macetas y los bloques de cemento que, llamados asimismo bolardos, han sido instalados para disuadir a terroristas y depredadores varios que asaltan motorizados.
En fechas de ofertas de rebajas y aún sin ellas en algunos establecimientos comerciales, desde la aplicación de prevenciones por el Covid-19, nos colocan para acceder a sus puertas unas cintas balizadoras, a semejanza de los pasillos de acceso a los controles aeroportuarios, estaciones de tren y eventos deportivos.
Esto me recuerda un viaje familiar de hace muchos años a los EE.UU. cuya etapa principal fue el Parque Disney de Orlando, donde tuve la primera experiencia de andar entre cintas. Me gustó la idea que tuvieron de ordenar así el acceso a las atracciones, pues servía para que la fila estuviese en movimiento, se evitaba la impaciente espera y el incómodo apelotonamiento del personal ante la entrada.
Además, tenían colocados monitores en cada cambio o esquina de carril, que permitían ir siguiendo un reportaje de cómo estabular un rebaño de reses, tras su salida de los vagones en que se habían transportado. O sea, caminábamos en la cola entretenidos.
Claro, no pude evitar pensar en cómo se estaba produciendo una similitud de moverte andando entre balizas de tela y pequeños postes a igualdad de como lo hacían los terneros, entre empalizadas de madera que formaban los pasillos de acceso a sus corrales.
Y de ahí a lo del encarrilamiento de nuestros andares urbanos. Total que me cuesta poco asociarlo con nuestra globalidad actual y su más difícil movilidad callejera para humanos en pie o motorizados y, sobre todo, avenirnos entre movernos en libertad y la necesidad de hacerlo en filas.
Si me apuro un poco más, entiendo que es conveniente ser ordenados para evitar conductas de los que sortean egoístamente las normas y los tiempos debidos en el recorrer diario, si bien al acostumbrarnos nos daremos menos cuenta que también nos están dirigiendo; que precisamos vivir e ir por caminos marcados.
Entonces ¿peligra ese sentimiento gozoso de libertad dichosamente estimada como el segundo derecho del ser humano, después del primero relativo al de la vida? Probablemente no pero, por si acaso, ¡no se salga Ud. del carril!