Carta a mi abuela Josefa de 95 años
Viernes 26 de julio de 2019
ACTUALIZADO : Miércoles 8 de enero de 2020 a las 18:32 H
4 minutos
Viernes 26 de julio de 2019
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Mi abuela tiene 95 años. Desde hace seis vive la mayor parte del año en mi casa. Creo, sinceramente, que es un caso digno de estudio. Lee cada día, tiene en su mente una agenda completa de mis exámenes y obligaciones y opina lúcidamente sobre cada noticia. Intuyo la pregunta que se estarán haciendo ustedes, pero la verdad es que no sabría decirles cuál es el secreto de este milagro. Por si acaso, les comparto mi teoría: beber ocho vasos de agua caliente al día, pasear mucho y no dejar de tener preocupaciones. Ni perder la curiosidad: hace un par de años, me la encontré esperando a que llegase a casa para preguntarme qué era un pendrive.
Josefa Lamas nació en 1925, en una aldea de Vilalba (Lugo). Fue la primera mujer del pueblo en estudiar una carrera. Se mudó a Lugo e hizo tres amigas. Se pasaban las tardes sentadas en un banco, comiendo pasteles y viendo a los chicos pasar. Me pregunto cómo de conscientes serían estas cuatro mujeres de su propia hazaña mientras comían pasteles después de clase. Intuyo que no demasiado. Mi abuela quería ser maestra, pero no lo fue. Si alguien le pregunta, ella responderá "por amor". Amor del que no te deja ser otra cosa que esposa y sirvienta.
"Vivir con mi abuela es como un viaje en el tiempo"
Se quedó viuda con setenta años. Algunos días se levanta con mala cara y nos dice mientras desayuna que soñó con "el jefe" (así es como llama a mi abuelo). Por evitarles pesadillas, peleó toda su vida para que sus dos hijas tuviesen una carrera y "no dependiesen nunca de un hombre". Como tantas otras abuelas que comparten esta historia, la mía cogió su sufrimiento y lo convirtió en una oportunidad para mi madre.
Como les decía al principio, mi abuela vive en mi casa desde hace años. Yo soy de momento la menor de la familia. Y ella, claro, la mayor. He tenido que reflexionar mucho para responder la pregunta de qué significa para mí vivir con ella y he llegado a una conclusión un tanto extraña: vivir con mi abuela es como un viaje en el tiempo. Hacia delante y hacia atrás, continuo y desordenado. No tenemos una máquina ni ningún secreto, lo hacemos intercambiándonos los papeles una y otra vez. Cuando yo era niña, si me ponía enferma, mi abuela venía a casa a cuidarme. Y ahora, viene a casa para que la cuidemos nosotras.
De noche vemos la tele en el salón. Aunque las noticias casi nunca son buenas, sin duda es mi momento favorito del día: la luz avainillada, la calefacción y hablar un poco. Siento que estar presente es un acto de amor, pero mi abuela siempre está nerviosa porque tiene miedo a la noche. Y entonces me recuerda a mí con seis años, cuando dormía con la puerta abierta y la luz del pasillo encendida. Me doy cuenta de que para entender a los mayores hay que recordar cómo era ser un niño. Calentar la leche exactamente treinta segundos, dar el beso de buenas noches y buscar libros con letra muy grande.
"Duele ver cómo alguien que quieres está cada vez más cansado. El sacrificio es duro, y molesta. Y aún así, no dudo en decir que vivir con ella es una de las mejores cosas que me ha pasado en la vida"
A veces, como con los niños, también es necesaria la disciplina y desarrollar muchísima paciencia. Llega un momento en que a los mayores hay que ponerles ciertas reglas: no levantarse de la cama después de tomarse la pastilla para dormir, comerse todo lo del plato... Sinceramente, es una situación casi tan extraña como viajar en el tiempo, esa de poner normas a mi abuela. A la misma persona que me abronca cuando salgo poco abrigada, que me llama "nena" y me da diez euros a espaldas de mi madre.
A pesar de las dificultades, vivir con Tatá (así le llamo) es una de las mejores cosas que me ha pasado en mi vida. Y no porque todo sea maravilloso. Vivir la vejez de cerca no resulta maravilloso. Duele ver cómo alguien que quieres está cada vez más cansado. El sacrificio es duro, y molesta. Y aún así, no dudo en decir que vivir con ella es una de las mejores cosas que me ha pasado en la vida.
Recuerdo estar triste un día, hará seis o siete meses. Fui a la cocina y vi a mi madre, mi hermana y mi abuela cenando. “Estamos todas”, pensé. Me sentí verdaderamente feliz al sentarme a cenar con ellas. Parece un consuelo tonto, pero en realidad no hay nada más absolutamente serio. Vivir con Tatá me hace percibir la fragilidad de lo cotidiano. Esa fragilidad que, al final, es la lección de toda gran historia sobre los viajes en el tiempo.