Peregrinación por los bancos para pagar 7,40 euros
Martes 1 de febrero de 2022
ACTUALIZADO : Martes 1 de febrero de 2022 a las 14:07 H
5 minutos
Martes 1 de febrero de 2022
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Centro de Gijón. Viernes. Diez y media de la mañana. El que esto escribe se encuentra con un anciano con síntomas de sufrir alzhéimer y que venía de la Delegación del Gobierno –sección de Pesca– procedente de una aldea campesina próxima a Gijón. El pobre hombre me contaba que había solicitado un permiso especial en dicha Delegación. Le dieron primero un formulario y lo remitieron al exterior para pagar unas tasas por un importe de 7,40 euros. "Diríjase al primer Banco que encuentre", le dijo el funcionario. "A uno cualquiera. Da igual. Y luego, cuando las pague, vuelva usted a esta ventanilla".
Me pidió con una cara suplicante y enternecedora, si no podia acompañarle a algún banco donde poder realizar el pago de la tasa. "Como no, no se preocupe que yo le acompaño al banco", le dije.
Y hete aquí a un servidor acompañando solícito al anciano hasta una oficina bancaria muy cerca del lugar en el que nos encontrábamos. Entramos al recinto. Ambiente psicodélico al estilo puticlub, con luces de penumbra, rinconcitos floreados, muchas mesitas redondas y un solitario empleado en aquel inmenso páramo cuajado de oquedades en la pared, que eran cajeros automáticos. Ni un puñetero cliente. El empleado nos mira con muy mala cara. El empleado se levanta de su silla y, para evitar que penetrasemos en aquel santuario de las sombras, nos aborda casi a la entrada: "No. Aquí no manejamos efectivo". Las tasas se pagan en el cajero de la calle". "¿El cajero de la calle?", pregunté yo. "Sí, sí. El de la calle", respondió. "¿Y en uno de estos del interior?", supliqué. "No, no. En el de la calle", insistió él. "Vale. Pero, al menos… ¿nos podría ayudar con la informática?", le imploré. "No hace falta. Las instrucciones son muy claras, y están escritas en la puerta", contestó. He de confesaros que mi aparente ignorancia en la informática era solo aparente pero, quería probar la actitud del empleado y cuán dispuesto estaba a ayudar.
Bueno. Válgame Dios de los Cielos. Primer pinchazo. Un banco sin dinero en efectivo y con un empleado muy poco colaborador. Maldita casualidad.
Seguimos caminando por mi Gijón en busca del Arca Perdida. Entramos en otra sucursal de nombre raro que me da muy mala espina, pues tiene todo el aspecto de nave espacial de Star Trek o de discoteca de los ochenta. Como el anterior local: luces psicodélicas, mucho cristal, muchas mesitas redondas… Eso sí, tiene el doble de empleados, exactamente dos. Y ni puto caso tampoco. "Aquí no cobramos tasas. No manejamos efectivo", dijo. Tócate los huevos. Segundo chasco de la mañana. Otro banco sin dinero.
Persisto en mi afanosa búsqueda, con el abuelo ya medio desfallecido, aunque ya más mosqueado que un gorrino en San Martín. Tercer intento. Otra entidad diferente. "Las tasas y los recibos se pagan hasta las once", fue la respuesta aquí. "Pero hombre de Dios, si sólo son las once y cuarto. Tenga usted misericordia de nosotros. ¿No podría usted…?", acierto a decir. Miradas asesinas del empleado de banca. Salimos pitando de allí, no vaya a ser que lo del gorrino de San Martín se cumpla.
Más agotado que un grafitero en la muralla china, sigo mi peregrinación compostelana junto al abuelo para pagar 7,40 euros. Nueva sucursal. Viejas costumbres: "Las tasas y los recibos sólo se pagan los martes y los jueves". Vaya por Dios. Otro fracaso
Tomo un atajo por mi ruta jacobea y termino con mis huesos en otro banco. "Mira qué suerte. Éste es un clásico. Aquí no puedo fallar". Todo el interior era de un rojo intenso, de un rojo puticlub. Hay que sacar una cita, como en el médico. Vale. Venga. Pero no. No nos dan el uno, ni el dos, ni el tres, ni el cuatro, sino el A7C6. "Tocado", le digo a la empleada que da los números. "Hundido", me responde ella. Más desubicado que Irene Montero recogiendo el Nobel de Física, nos sientan en un amplísimo sofá con vistas a una gigantesca pantalla de televisión cuajada de anuncios. Al decimoquinto observo, asombrado, que quienes llegan después de nosotros pasan primero. "Señorita, por favor. A los de pueblo ¿cuándo nos toca?", pregunto. "Usted perdone, caballero: quienes no son clientes de la entidad han de esperar al final", me dice. "¡Ah! ¿Y eso? –digo yo–. ¿Una especie de castigo?". "Pues sí, caballero. Efectivamente. Por estropearnos la productividad del día, y para que se aprenda nuestros anuncios de memoria", responde. Y de esa forma, aunque puteado y humillado, agradecido estoy, de todas formas, a este último banco por permitir que el abuelo soltase la calderilla.
Así que ya lo sabéis, amigos: bancos sin dinero, bancos sin empleados que ayuden, bancos a media luz, bancos que parecen templos laicos, bancos que parecen discotecas, bancos que parecen naves espaciales, bancos que parecen todo… menos bancos.
Bancos rebosantes de papeles y escasos de calderilla. Lujosos bancos con el dinero de todos, bancos obscenos, bancos sin alma, bancos con el corazón más duro que el televisor de un geriátrico.
¡Ay, si mi padre levantara la cabeza!
Por cierto, ¿alguien sabe de algún banco donde todavía regalen sartenes?
Cagoentóloquesemenea y mitad del cuarto más.
Firmado:
Un mayor, pero no tonto.
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