Con demasiada frecuencia –y jaleado por la frivolidad de algunos medios– se mira de una manera excesivamente superficial el impresionante trabajo de los cirujanos plásticos. Quizá porque reina una cierta confusión en los adjetivos que caracterizan esta cirugía.
Plástica es la gran caja donde se guardan todas las técnicas. Es la que se hace en los centros sanitarios y que trata de recomponer lo que la naturaleza, la enfermedad o los accidentes han destruido o deformado. La reparadora se engloba dentro de la plástica y hoy por hoy vienen a ser sinónimos. Se emplea más para la reconstrucción tras un accidente o, generalmente en el caso de los grandes quemados. Es bastante significativo el adjetivo que la caracteriza.
Y por último, tenemos la estética que, dentro del espectro de la plástica, se dedica parcial o totalmente a embellecer algo que no está bien o que no le gusta a quien lo tiene. Porque en salud, no puede olvidarse, lo básico no es estar bien, sino encontrarse bien. En este campo ocurre lo mismo. El problema no es que objetivamente una nariz sea bella o no lo sea; sino que quien la tiene, la considere fea o no se encuentre a gusto con ella. Acudirá entonces al cirujano estético.
Es verdad que estos auténticos escultores de la carne hacen maravillas. Unas se ven. Otras, no. Pero no podemos olvidar que esta cirugía tiene varios componentes que nada tienen que ver con el arreglo de una nariz, de unas ojeras o de unas orejas de soplillo. Es importante destacarlo. Porque su labor, callada muchas veces, se queda en las sala de quemados de un hospital. O se quedan en los arreglos más o menos soportables de un organismo que un accidente de tráfico ha destrozado. Por eso nunca se debe olvidar esa perspectiva y suponer que solo se trata de implantar unas mamas a una escultural modelo.
Es verdad que estamos en la civilización de la imagen en la que la apariencia se considera ya como un dato más de profesionalidad. Secretarias, vendedores, agentes de relaciones públicas, tendrán una mejor valoración cuanto mejor sea su imagen. Y no es una opinión, sino la constatación de un hecho. Por eso la demanda de esta cirugía crece de manera exponencial. Y cada uno tendrá sus razones para someterse a ella.
El problema es que se soslaya un punto difícil, íntimo y personalísimo: la necesidad de la aceptación propia. Una aceptación que nada tiene que ver con el conformismo o con la idea conservadora. Y mucho menos con el fatalismo. Uno se puede aceptar para, partiendo de la base real de cómo se es, intentar el cambio no sólo de uno mismo, sino también del mundo en que vive. Hay que aceptarse y en eso reside, estoy convencido, una buena parte de la felicidad. El gordo porque es gordo, el bello porque es bello, y el que tiene una nariz amplia, porque tiene una nariz amplia. Y todos –creo– debemos aceptar esa condición porque se trata de nuestra gordura, nuestra belleza o nuestra amplia nariz.
Si lo que se busca es la felicidad del individuo, no hay duda alguna de que ésta pasa por la aceptación previa y sincera de uno mismo. Si no, siempre habrá rincones de duda y empezará a crecer la idea de que con un centímetro más de aquí, o uno menos de allí, estaría mejor. Y eso, como muchas veces se evidencia, crea tolerancia y una cierta dependencia.