¿Cuándo somos mayores?

¿Qué es la edad? ¿Cuánto hay de bilogía y cuánto de estilo de vida en cómo envejecemos? ¿Cuánto influye la mentalidad o la actitud? ¿Cuánto hay de construcción social y de sus estereotipos prevalentes? Preguntas de difícil respuesta. De lo que si estamos seguros es que para todos y en todos los lugares del mundo envejecer es nuestro destino.

Para culminar con éxito las diferentes transiciones de la vida hay que atravesar tres fases: separación, tiempo liminal (no estar en un sitio, físico o mental, ni en otro) y nuevos comienzos. En la primera se inicia el abandono de roles, actitudes y costumbres del pasado que perdieron su vigencia y pueden impedir el desarrollo personal en el nuevo estado. El tiempo liminal es la fase intermedia, de duración variable, en la que, con incertidumbre y ausencia de etiquetas, se avanza en la renuncia al pasado y el reconocimiento de lo nuevo y desconocido. Puede generar ansiedad y tristeza. Y en la última, de adaptación, se abre paso una nueva conciencia, con una visión renovada de uno mismo y del mundo y surgen nuevos propósitos.

No hay una edad fija que marque, para todos, el inicio de la vejez. Los mayores no formamos un grupo homogéneo, envejecemos de muy distintas maneras y las diferencias entre personas con la misma edad pueden ser muy amplias y variadas. Por lo tanto, ser viejo no es una categoría con valor absoluto, depende del ojo o la edad de cada uno y de la cultura y los tiempos que vivimos.

La transición a la vejez puede no tener un inicio claro. Avanzamos de manera tan progresiva que no percibimos los cambios en nosotros mismos o lo hacemos muy poco a poco. Según envejecemos, la edad a la que uno se considera viejo retrocede y cuanto más mayores somos, mayor es esa brecha. Siempre tenemos la sensación de ser más jóvenes que nuestra edad cronológica y todavía más jóvenes en nuestro interior. La mayoría de las personas nos sentimos 10 años más jóvenes que nuestra edad real.

La conciencia de envejecer puede aparecer por un cambio normativo, como la jubilación, o por sorpresa, asociada a una enfermedad grave o a la pérdida de la pareja.  Otras veces los avisos vienen del exterior, como las muertes cercanas o las miradas ajenas que nos confrontan con los efectos inevitables del paso del tiempo y nos obligan a mirarnos en el espejo.

Incluso estando sanos y activos hay señales de que la capacidad y el vigor disminuyen. Una mayor presencia de molestias y dolores emanan del propio cuerpo señalando que tenemos que poner al día nuestra imagen y hacer cambios en la manera de vivir. Se producen más muertes y enfermedades graves entre familiares, amigos y colegas. O se reciben advertencias médicas que hacen necesario tomar algunas precauciones para evitar el riesgo de sufrir enfermedades graves, incapacitantes o mortales. 

A pesar de todos estos avisos, no es fácil aceptar que se envejece y no se consigue de una vez por todas, sino superando el propio rechazo espontáneo. Aun aceptando, en teoría, nuestra edad, tendemos a ignorar esa realidad tratando de retrasar la aceptación para más adelante o regateando con la evidencia para controlar nuestro miedo. O también a proyectar, inconscientemente, los signos de la edad atribuyéndoselos a otras personas. Si no conseguimos superar, en el tiempo, esos mecanismos de defensa pueden convertirse en obstáculos para adaptarnos al momento presente y llegar a ser lo que somos.

Aceptar que somos mayores nos exige desprendernos de aspectos importantes de la identidad adulta y revisar las prioridades de nuestra escala de valores. A cambio, mantenemos todo lo que hemos aprendido y amado y, liberados de roles obligados, adquirimos una gran libertad respecto al ser y al hacer. Puede ser un tiempo para dejar de lado las pequeñas cosas, mirar hacia dentro y centrarse en completarnos con vitalidad y propósito.