La guerra de nuestra generación blandita
Diego FernándezViernes 27 de marzo de 2020
ACTUALIZADO : Viernes 27 de marzo de 2020 a las 17:22 H
4 minutos
Viernes 27 de marzo de 2020
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Una vez un profesor del que todavía hoy aprendo, me dijo en un tono de voz que hacía de funambulista entre la decepción y el conformismo, que éramos "muy blanditos". Que nuestra generación, como la de nuestros abuelos o padres, no había tenido que vivir una guerra o que jugarse en la calle una Transición que pendía entre la democracia o la dictadura. Era 2006. Aún no habíamos visto esfumarse el estado del "ladrilloestar", ni tampoco a políticos teletransportarse del escaño a la celda. Aquel golpe de realidad fue un gancho a la mandíbula de los que nos criamos en la sociedad del "lo quiero y lo tengo", pero no era nuestro último asalto, el round decisivo. En ese, luchamos hoy. Y lo hacemos, esperando e intentado no desesperar. A la generación de niñatos ansiosos de cambio de ropa porque lo dice una revista, cambio de juguete porque lo dice un catálogo de Navidad, cambio de bebida porque lo dice un anuncio o cambio de coche porque lo dice el tipo del concesionario, a esos, nos toca permanecer. Y para permanecer tenemos que hacer algo a lo que no estamos acostumbrados: Nada. Y no hacer nada, no es fácil, porque este mundo devora-productos no nos han educado para ello.
La lotería del coronavirus, de amargo premio, ha tocado en mi familia. Mi tocayo favorito, mi padre, tiene 63 años y se jubiló hace bien poco. Aunque todavía no han podido hacerle la prueba, todo parece indicar que es uno de los infectados. Hablo con él por videollamada, como si estuviera en una conexión en directo, solo que las preguntas son bastante más personales que las que se hacen en un programa de información: ¿Qué tal estás? ¿Cómo llevas lo de estar solo en una habitación? ¿Qué estás leyendo?
A mi padre le toca estar aislado. Mi madre le ve y cuida con mascarilla y guantes, eso sí que es amor con protección. Mi hermano, les hace la compra.
Mientras, la madre de mi padre, mi abuela Carmen, sigue en una cama de hospital, peleando contra el coronavirus. La hermana de mi padre, mi tía, le ha llevado a Carmen pilas para que sus audífonos funcionen bien y así su sordera no haga que el aislamiento sea total y que por lo menos sepamos que se entretiene cotilleando, que el cotilleo ya sea en una cama de hospital, a través de una ventana o de la mirilla de una puerta, en estos días, se ha convertido para todos en un método de supervivencia.
Y mientras tanto yo, ¿qué hago yo? Pues nada. Aguantar sin ir a verlos, porque en eso consiste la guerra de mi generación blandita. En evitar con paciencia que aumenten los pacientes del coronavirus. En vencer las ganas del abrazo y quedarnos en la videollamada. En encerrarnos para que el desconocido no se contagie.
Mi nada es contradictoria. Consiste en intentar hacer muchas cosas, para no pensar demasiado. Es más, algunas de mis armas para esta guerra pertenecen al mundo que acabo de criticar en el artículo. Series por encima de mis posibilidades, películas de colecciones inacabadas y libros que compré sin haber terminado de leer los anteriores. Aunque sé que lo que de verdad me hará vencer serán mis vecinos, la cocina, mi hora de gimnasia modalidad ‘recluido’, lo que me da de sí el teletrabajo, los whashapps con mis amigos y, por supuesto, el tiempo invertido en estas líneas.
Diego Fernández es periodista de La Sexta Columna (La Sexta).