Mi pelota y la oveja del tiempo de mi abuelo
Diego FernándezMiércoles 15 de septiembre de 2021
3 minutos
Miércoles 15 de septiembre de 2021
3 minutos
Un cajón puede esconder máquinas del tiempo. Esas máquinas no son pasadizos conectados a otra época, ni tienen forma de DeLorean. Son recuerdos encerrados en objetos de los que ni siquiera nos acordábamos y que al verlos nos teletransportan. Una camiseta fea comprada a la desesperada durante un viaje en el que la ropa limpia empezaba a escasear. Una entrada de cine de una película mala que terminó transformándose en una buena tarde o la tarjeta de un restaurante que me encantó, al que prometí volver y nunca regresé. Esas pequeñas máquinas del tiempo son más poderosas cuando nos hacen viajar a la niñez.
En la película Amélie, la protagonista devuelve de forma anónima una caja del tesoro plagada de recuerdos de la infancia a un hombre. El receptor del regalo la encuentra en una cabina de teléfono y tras romper en llanto y en estado de shock, decide volver a hablar con su hijo.
El resultado de estos viajes en el tiempo no siempre tiene tanta trascendencia, pero viene bien hacerse una escapada por nuestra infancia de vez en cuando. Este fin de semana, tuve un viaje inesperado. En mi casa del pueblo, abrí un armario y allí estaba mi primera pelota. Sentí en el corazón una punzada de amor total. Mi primera pelota nunca se cansaba de jugar, no se despegaba de mí. Ella nunca me traicionó ni se fue con otro. Al revés, la dejé yo y no sé por qué. Imagino que crecí y me cansé de ella. ¡Pobrecilla! Es una pelota para un bebé o, como mucho,p ara un niño pequeño. De esas que absorben agua cuando la introduces en la bañera. A mi primera pelota la estrujé y estampé sin pausa. También fue la segunda receptora de mis patadas, poco después del vientre de mi madre. Una compañera de los primeros juegos y pasos de mi vida cuyo color rojo se ha atenuado por el uso y los años. Sin embargo, el tiempo no ha logrado camuflarla. Sigue siendo ella: mi primera pelota. Verla me hizo sentirme como un niño. Puro, inocente y feliz.
El ser humano tiende a tener la infancia idealizada. Nuestra memoria es lo suficientemente inteligente como para quedarse con los buenos recuerdos y desechar o esconder el resto. Cuando somos niños surgen nuestros primeros sueños. Son sueños infinitos, que todavía la vida no ha frustrado, ni ha transformado en otros más cabales. Creemos que vamos a ser capaces de casi cualquier cosa. También solemos decir lo que sentimos sin ningún tipo de filtro, con una sinceridad que no entiende de atenuantes y pese a ello, con el paso de los años, nos damos cuenta de que es la etapa de nuestra vida en la que nos han querido de una forma más incondicional. Sentirse así es bueno de vez en cuando. Perdonen que me ponga peliculero por segunda vez en el artículo, pero creo que como dicen en La gran belleza: “un amigo debe hacer sentir a otro amigo como un niño de vez en cuando”. Yo añado que no hay que hacerlo sólo con los amigos, también con los familiares.
No sé si a ustedes les ocurre, pero me he dado cuenta de que alcanzada cierta edad, mis mayores empiezan a comportarse como niños. Es probable que tenga una explicación científica, pero yo prefiero pensar que es sabiduría. Han decidido volver a actuar de la forma que más felices les hace. Fantasías propias aparte, lo cierto es que debe de tener un punto de inconsciencia por lo siguiente que les voy a contar. Una noche de reyes (en mi familia no aguantamos hasta el seis de enero para darnos los regalos) se me ocurrió hacerle a mi abuelo tocayo Diego, el siguiente regalo: una oveja de peluche. Él había sido pastor en su niñez y juventud y pensé que podía gustarle, aunque al tener un alzehimer bastante avanzado, no sabía cómo iba a reaccionar. Al entregarle su oveja de peluche empezó a besarla una y otra vez mientras sonreía. Sospecho que le gustó mucho, aunque mi abuelo no podía decírmelo. Acababa de provocarle un viaje en el tiempo a su niñez. Un regalo que deberíamos hacernos más a menudo.