No somos de hielo
Diego FernándezJueves 7 de mayo de 2020
ACTUALIZADO : Lunes 11 de mayo de 2020 a las 10:43 H
6 minutos
Jueves 7 de mayo de 2020
6 minutos
No me gustan las despedidas. Procuro camuflarlas en la esperanza de que a esa persona la volveré a ver pronto. Algo que hago proponiendo nuevos planes. Si no queda otra que decir adiós, deberíamos poder hacerlo bien.
Las despedidas por videollamada siempre me dejan frío. Son un golpe de realidad que me recuerda la lejanía. Si una videollamada con amigos o con la familia se alarga, mi mente se porta bien conmigo y me engaña. Por momentos olvido que no les tengo cerca. Sin embargo, en el instante en el que empiezan a desaparecer de la pantalla o soy yo quien pulsa el botón rojo para colgar, en mi casa se produce un profundo silencio. Por videollamada no abrazas, ni besas, ni ves alejarse a aquellos que quieres. En una videollamada no se puede girar la cabeza hacía atrás para echar un último vistazo. Esa ausencia instantánea de rostros conocidos me deja paralizado por unos segundos. Petrificado como un bloque de hielo.
Sobre hielo, en Madrid, en el palacio del mismo nombre, han yacido 1.446 personas. Personas que no pudieron despedirse. Que ni siquiera pudieron decir ni recibir ese último adiós. Sobre una pista de patinaje acostumbrada a la sonrisa, la pirueta y el baile, nada se mueve. Tampoco suena música y si lo hiciera sería un réquiem. En la fotografía del periodista Jaime Rull el blanco es el hielo. El negro son las marcas de los ataúdes que se acumularon en esta morgue improvisada. Cada uno de los lugares en los que reposó lo que hasta hace poco era una vida, ahora está numerado. Personas que nacieron, aprendieron a caminar, a amar o a cuidar, han sido reducidas a tan solo un número. Es la crueldad de una pandemia. Muertes de destrucción masiva. La prueba de que el coronavirus debería de ser juzgado por crímenes contra la humanidad. El acusado es culpable de genocidio y tortura. Porque no hay nada más cruel que disfrazar una pista de hielo de fosa común.
En la estampa, las filas de marcas intermitentes se alargan hasta el horizonte. Como una carretera que se pierde hasta el más allá. Al lugar al que acuden en fila cada una de las historias que esconde una de esas marcas. Cada uno de esos huérfanos de despedida.
Pese a la pandemia, el tiempo pasa rápido. Y su hermano, el olvido, comienza a actuar. Han llegado los primeros caramelos de la desescalada. Gominolas que comienzan a dejar atrás la etapa amarga que nos está tocando vivir. Sin embargo, esas marcas sobre el hielo son a prueba de caramelos y serán más difíciles de borrar. Ya no se ven, pero ahora están debajo de nuestra piel. Son las huellas de la pérdida de alguien conocido o amado. O puede que sean la cicatriz de quien ha quedado sobrecogido por lo que ha tenido que ver, aunque sobre esa pista de patinaje no estuviera nadie cercano. Esas marcas son tatuajes imborrables en nuestra piel. Una piel que no es de hielo.
Diego Fernández es periodista en La Sexta Columna (La Sexta).