Orígenes: el reencuentro con mis abuelas
Diego FernándezMartes 2 de junio de 2020
ACTUALIZADO : Martes 9 de junio de 2020 a las 16:05 H
8 minutos
Martes 2 de junio de 2020
8 minutos
Pasar un confinamiento solo es duro y el que diga lo contrario, miente. A los que no compartimos vivienda, el coronavirus nos ha prohibido los abrazos tras convertirlos en bien de primera necesidad. La pandemia nos ha maltratado el ánimo. Por suerte, esta soledad no ha sido sinónimo de incomunicación. Ha habido muchas videollamadas y vecinos que han mantenido a flote a este náufrago del kilómetro 0. Me han permitido no terminar a la deriva.
Ahora en fase 1, tengo un hueco entre los afortunados. Vivo en Madrid, pero soy de Getafe. Una de las ciudades de extrarradio de las denominadas del ‘cinturón rojo’ por sus galones en la lucha obrera de la transición. Mi familia y buena parte de los amigos de toda la vida están allí. No tengo que esperar a que los viajes entre comunidades estén permitidos para poder verles. Al regresar a mis orígenes, he comprobado que el paisaje y el que lo observa han cambiado.
La casa en la que me crié, la de mis padres, está en un barrio de trabajadores. Aquí, el telón de fondo lo componen los toldos verdes de los bloques de pisos. Para mí, el barrio antes carecía de encanto, sin embargo, ahora rezuma cariño. Igual que el colegio de ladrillo visto en el que estudie o el parque al que poco a poco fueron arrancando los árboles para plantarle baldosas y bancos. Al llegar a esta zona, me encuentro con niños jugando. Sus gritos ya no me molestan. Tampoco lo hacen los tres pisos que tengo que subir para por fin poder ver a mis padres y a mi hermano.
Tras más de setenta días, por fin les veo pasar de las dos dimensiones a las tres. La sensación es extraña. Nunca me he considerado una persona cariñosa, pero el afecto se palpa a distancia de seguridad. También he podido visitar a mis dos abuelas. La que sigue jugando al escondite con el coronavirus y ‘la superviviente’ que lo ha sobrevivido. Una de ellas me preguntó que si falta mucho para poder volver a salir a la calle de una forma normal. Se refiere a sin mascarilla. Como la respuesta no terminó de convencerla, decidió repreguntar una y otra vez en busca de una opción menos pesimista. Mi otra abuela me dijo que estoy “más hermoso”, síntoma claro de que en el confinamiento he engordado.
Cuando estalló la crisis del coronavirus, este nieto que les escribe, tenía miedo de no volver a ver a sus abuelas. Por eso decidí fotografiarlas. A una no la hizo demasiada gracia porque aún no ha podido ir a la peluquería. La que me hizo tortilla para merendar, intentó a toda velocidad ponerse coqueta antes del retrato, atusándose el pelo.
Ellas son mis orígenes de carne y hueso. Las raíces que me han permitido permanecer atado a la cordura en las horas eternas del confinamiento en solitario. Los orígenes son importantes. Cuando las fuerzas escasean, conviene volver a ver a las primeras personas que conocimos o caminar por las casas y calles que nos vieron dar nuestros primeros pasos. Suele ser un buen tratamiento para recargar energías. Por lo menos conmigo, esta medicina funciona.
Diego Fernández es periodista en La Sexta Columna (La Sexta).