Martes 6 de abril de 2021
3 minutos
Creo en aprender. No sé si saber más nos convierte en más felices, pero sí en menos estúpidos. A lo largo de la vida se puede aprender de muchas formas. Hay quien dice que la vida te enseña a hostias. A mí me gusta ser un poco menos lesivo y creo que la vida te enseña de muchas formas. Los golpes y el fracaso son un gran maestro, pero también los regalos de sabiduría inesperados. Especialmente si se sirven en dosis de conversaciones que se alargan hasta atravesar la madrugada.
El ser humano tiende a convertirse en autodidacta. A medida que cumplimos años somos más autosuficientes y solitarios y cada vez nos cuesta más tolerar una figura básica en la enseñanza universal: el maestro, profesor o docente.
Algunos de mis maestros han muerto. Es ley de vida. Ya eran mayores cuando me enseñaron. Lo triste del Covid es que ha radicalizado esa ley de vida y les ha convertido en población de riesgo.
El otro día, mientras me tomaba unas cañas con mis padres, me dio por pensar en ellos. Muchos vivían en el barrio obrero en el que me crié, cerca del colegio y el instituto con nombres de intelectuales republicanos a los que fui y en los que ellos me dieron clase: Fernando de los Ríos y León Felipe.
Me daba miedo preguntar por ellos por si la pandemia les había derrotado. Sin embargo, mis padres me contaron que todavía se cruzan con algunos y que parece que están bien. Me sentí muy aliviado.
La falsa sensación de que el colegio o el instituto era ese sitio aburrido al que teníamos que ir por obligación de chavales se ha borrado de mi cabeza con el paso de los años. Ahora es una colección de buenos recuerdos, nostalgia y reconocimiento al currazo de mis 'profes'. Por eso, si pudiera hablar con Apolinar, mi profesor de Geografía, le diría que todavía me acuerdo de que nos contó que él cada año veraneaba en una provincia distinta de España. Eso ayudó a despertar mi yo viajero. Igual que si viera a Ricardo, Eugenio o a José Antonio les daría las gracias. A ellos les diría que dejé de hacer bromas en la última fila de clase, pero no de imitar con la voz y decir tontunas y que de una forma insospechada en parte me sirven para ganarme la vida.
Mis padres me contaron que todavía hoy hay una profesora que pregunta por mí. Ascensión, que me enseñó filosofía, daba un poco de miedo por severa, pero en el fondo era una vacilona que sabía motivar. “Ascensión hay esperanza si hay enseñanza”. Esa sería mi frase para ella. “No me convertí en un macarra, aunque me encante tocar las narices cuando escribo”. “Ascensión, hasta leo libros de Octavio Paz”. Creo que se llevaría una grata sorpresa.
A todos en general les diría que el chico que alguna vez arrancó logotipos de coches, pesó bollitos Martínez en el Carrefour y después llenó la bolsa hasta el tope para cebarse de chocolate ahorrando costes o que puso petardos y se compró una pistola de bolas, no ha salido tan mal. Y que si ha sido así es en buena medida gracias a su profesionalidad y su paciencia. Con ellos aprendí a empezar a diferenciar entre lo bueno y lo malo. Y me dieron sabios consejos, como el de Don Eugenio: “no dejes de leer porque tendrás cultura”. Nunca lo he dejado.
Todos ellos me enseñaron un truco infalible para aprender: escuchar. Me suelen decir que se me da bien escuchar. Para ser más preciso, lo que hago es atender. Lo hago por interés hacia lo ajeno, pero también con un punto de egoísmo. Cuánto más atiendo a alguien, más aprendo de él.
El último regalo que me han hecho los maestros ha sido una aparición. Poco después de las cañas me encontré a Apolinar, mi profesor de Geografía, paseando con su mujer. Se le veía bien, aunque agobiado con la cantidad de gente que había en la calle. Mi regalo para él fue no molestarle. He preferido homenajearlo como a los otros, escribiendo estas palabras.
Diego Fernández (@Diegogtf) es periodista en La Sexta Columna (La Sexta).