Martes 9 de marzo de 2021
3 minutos
El otro día me descubrí a mí mismo escribiendo “jajaja” en WhatsApp. Lo hacía mientras la seriedad invadía mi rostro y mi cara era tan larga como el año que llevamos de pandemia. No me estaba riendo. Es más, estaba serio, incómodo, agobiado y hasta puede que un poco triste. Sin embargo, en mi WhatsApp había escrito “jajaja” para responder a un chiste que no me había hecho gracia. Después me metí en mi Instagram y me subí a un carrusel casi infinito de publicaciones cargadas de gente que sonreía, salía muy guapa, había pasado un día genial o que parecía que se divertía. Pensé: “Ojalá todo esto fuera cierto”. En nuestras redes sociales, la tristeza es el niño que llora en medio de una fiesta de cumpleaños. Ese al que discretamente se le aparta a un rincón para que no contamine el ecosistema alegre de la celebración del resto del grupo. Está triste, así que se le margina, para que no moleste.
En nuestras redes sociales no somos sinceros y así lo ha desvelado el CIS. Según la macroencuesta estatal, uno de cada tres españoles reconoce haber llorado alguna vez por culpa de la pandemia de COVID. Eso no quiere decir que estemos fatal, pero revela que no vivimos en el mundo feliz de la casa de la gominola de la calle de la piruleta, como diría Homer Simpson. Sin embargo, si sólo miramos las redes sociales, sí lo parece. La razón es que vivimos en una auto dictadura de la felicidad.
Ser infeliz no es popular. Es una tendencia antigua y común, pero aunque sea más vintage que Romeo y Julieta o Calisto y Melibea, en la sociedad actual no termina de calar. Si estás triste no molas. Mejor, aléjate de la manada de gente guay durante un tiempo.
Todas las semanas, esta dictadura de la felicidad me tiende una trampa en la que caigo:
– Hola ¿Qué tal, cómo estás?
– ¡Bien!
Ese “¡Bien!” que mi cerebro tiene automatizado y envía casi instantáneamente a mis cuerdas vocales no siempre es sincero, pero suele ser la respuesta más habitual.
No me considero alguien que practique el postureo, pero en mis redes sociales la tristeza también ha sido exiliada. En concreto, a mi privacidad. Algo que intuyo que todos hacemos con el estrés, la ansiedad o el miedo. Tendemos a compartir los sentimientos agradables y a hacer grupo con ellos tanto como a ocultar aquello que pensamos que son debilidades. El resultado puede ser peligroso. Proyecta una realidad que es falsa y nos encierra en nosotros mismos cuando no nos encontramos bien. No creo que haya que ametrallar las redes sociales de mensajes pesimistas, pero tampoco vendría mal que de vez en cuando dijéramos que hemos tenido un día de mierda. Por lo menos, las redes serían un poco más reales.
No sé cuándo empecé a echar de menos vivir en un mundo menos aparente y más auténtico. Esa sensación es la que me provoca que cada vez me agrade menos cotillear en la proyección que cada uno hacemos de nuestro yo virtual y me gusté más quedarme con pequeños instantes que percibo sinceros. El último de ellos ilustra este artículo. Dos mayores con mascarilla charlando al sol, mientras se daban la mano. No se hicieron un selfie para su Instagram ni lo llenaron de filtros cargados de polvo de estrellas, pero os aseguro que los dos estaban súper guapos y que en mi cabeza les di al like.
Diego Fernández (@Diegogtf) es periodista en La Sexta Columna (La Sexta).