Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorJueves 9 de febrero de 2023
3 minutos
Las enfermedades en general, los traumatismos en particular y algunas molestias físicas derivadas de posturas o esfuerzos e incluso de preocupaciones personales, producen dolor.
Estar afligido, sentir pena, condolerse por alguna causa externa a nuestro cuerpo, que padecen otros o nosotros mismos, nos ocasiona malestar emocional y puede producirnos también aflicción de ánimo.
Dolores corporales físicos y congoja íntima acostumbran a combatirse con fármacos y tratamientos médicos al efecto, específicamente determinados y debidamente prescritos. De esta forma es viable recuperar, normalmente, el bienestar interrumpido.
Cómo soportar y conllevar el dolor también ha tenido su evolución según el tipo de vida y recursos naturales conocidos para paliarlo; la correlación con la devoción religiosa que lo “justificaba” penitencialmente y los avances farmacéuticos habidos.
El dolor ha trascendido desde la sumisión necesaria a la búsqueda de modos de combatirlo decisivos para escapar de su sufrimiento, mayor por insoportable y menor, aunque así sea, por serlo factible.
Hoy está totalmente admitido y deseado no padecer dolor si es posible sortearlo. Tras una intervención quirúrgica o una reducción de fractura ósea; bien por cualquier dolencia corporal debida a enfermedad crónica; o porque se sigue una asistencia por fisioterapia, la recomendación es no sufrir dolor prescindible.
Tanto es así que los Servicios de Salud más actuales cuentan con sus Unidades del Dolor. Sus facultativos, con su preparación ad hoc, actúan más allá de las prescripciones del resto de especialistas, para completar y procurar la mejor calidad de vida del enfermo.
Asimismo, el duelo y la aflicción producidos con motivo de eventos dolorosos acaecidos en nuestra familia y allegados, que provocan estados de angustia y ansiedad, han propiciado, en ese mismo avanzar, el arropar sensaciones dolorosas con consuelo profesional.
Creo conocer que hay algunas pocas personas insensibles al dolor. Individuos que nacen con una condición congénita por la que no perciben el dolor físico.
A primera vista esta condición podría hacerlos más felices que el resto, sin embargo tal ausencia les puede suponer un riesgo añadido, pues el dolor también es señal inequívoca de la presencia de algo irregular en nuestra salud que requiere atención médica.
Y tenemos, por otro extremo, a los humanos indolentes. Esas personas que, sientan dolor físico o no, carecen de sensibilidad a deberes y emociones que obligan y conmueven a los demás.
La indolencia admite muchos, demasiados, sinónimos negativos para nuestro orden social. El indolente es también despreocupado, irresponsable, negligente, perezoso. Le falta capacidad de esfuerzo para cumplir con las tareas debidas.
Algunas reflexiones psicológicas culpan al inadecuado trato social de ciertos individuos y colectivos, como generador de indolencia. O sea, como si su supuesto maltrato por la familia, la religión, la escuela, la economía y el trabajo los haga ser pasivos y sentirse indefensos, y optan por esa inhibición displicente y, por supuesto, protegida socialmente.
Me pregunto si actualmente, con tanta política del bienhadado Estado Social de Derecho, repartidor de subvenciones, ayudas, mínimos vitales, primicias –que no diezmos– con sus bancos de alimentos y sus prestaciones no contributivas varias, no se estará propiciando una sociedad indolente nacional que arrastre a tantos otros miserablemente. Y habremos hecho un pan como unas tortas.