
Martes 29 de abril de 2025
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En un artículo firmado por Juan Manuel Carmena y publicado en este diario el día 8 de agosto de 2020, el autor relataba el caso de un varón de 75 años que había acudido a urgencias por una posible fractura de cadera debida a una caída en su domicilio habitual. Al recoger los datos clínicos, el médico había podido comprobar la larga lista de medicamentos que consumía aquel paciente. La lista incluía acenocumarol, un medicamento utilizado para el tratamiento de la fibrilación auricular; diazepam, benzodiazepina utilizada para la ansiedad; lorazepam, un hipnótico; tamsulosina, para el síndrome prostático; enalapril, para la hipertensión arterial; omeprazol, para la dispepsia gástrica; y, finalmente, vitamina B12.
Al autor del artículo le llamó la atención la prescripción de dos benzodiazepinas (diazepam y lorazepam), ya que ello potencia los efectos adversos de estos fármacos. Además, el diazepam es una benzodiazepina de vida larga cuyo uso se desaconseja en las personas mayores de 65 años.
El caso relatado por Juan Manuel Carmena no es aislado. En efecto, la polifarmacia, es decir, el uso simultáneo de 5 o más fármacos, es un fenómeno muy habitual en nuestro contexto social. Pero no solo eso, España tiene el dudoso honor de ser uno de los países del mundo con mayor consumo de psicofármacos, especialmente benzodiazepinas y antidepresivos. Así, según explica el Dr. Joan Ramon Laporte, excatedrático de Terapéutica y Farmacología Clínica en la Universidad Autónoma de Barcelona, en el año 2022 se vendieron en España más de 220 millones de recetas de psicofármacos en el sistema sanitario público. Esta cifra suponía más del doble de lo consumido en el año 2000. Además, la mitad de las personas mayores de 70 años tomaban como mínimo un psicofármaco. Las mujeres consumen el doble que los hombres y los pobres consumen cuatro veces más que los más ricos.
Pero Joan Ramon Laporte aporta, en su libro Crónica de una sociedad intoxicada, publicado en el año 2024, algunos datos que invitan a una seria reflexión. Así, en el mencionado año 2022, en España se hicieron 78 millones de recetas de benzodiazepinas y otros ansiolíticos e hipnóticos. En conjunto, por término medio, diariamente 90 de cada 1.000 personas toman alguno de estos medicamentos, en muchos casos durante meses o años. Además, las mujeres consumen el doble que los hombres. Las personas mayores de 65 años consumen siete veces más benzodiazepinas que los adultos jóvenes. Las personas más pobres consumen siete veces más que los más ricos. Por otro lado, el consumo de benzodiazepinas se concentra en las personas que viven solas.
Ante estos datos, alarmantes, surgen varias preguntas.
En primer lugar, ¿cómo explicar estas enormes diferencias de consumo de benzodiazepinas entre unos colectivos y otros? ¿Acaso las personas pobres tienen unos circuitos cerebrales más vulnerables a la ansiedad que las personas ricas?
En segundo lugar, y siguiendo esta línea, ¿cómo explicar que las personas mayores consuman siete veces más benzodiazepinas que las más jóvenes? ¿Hay más casos de ansiedad, en sus diferentes modalidades, en los mayores que en los jóvenes?
En tercer lugar, y a modo de síntesis, ¿factores como la edad, el sexo o la clase social condicionan o determinan cambios estructurales o funcionales en el cerebro?
Quizá algunos puedan responder afirmativamente a esta última pregunta y considerar que, en efecto, esos factores hacen que las personas sean más vulnerables a la ansiedad debido a ciertas anomalías en sus circuitos cerebrales. Así, desde una perspectiva neurobiológica se considera que el Trastorno de Ansiedad Generalizada se debe a una desregulación de los sistemas corporales de respuesta al miedo, ubicados principalmente en dos estructuras cerebrales, la amígdala y el hipocampo. Los cambios en la función de estas regiones pueden provocar un aumento de las respuestas de miedo y ansiedad. Podemos estar de acuerdo con esta hipótesis, pero si así fuese nos encontraríamos con el hecho de que un factor como la pobreza tiene serias repercusiones en la función cerebral. ¿Cómo explicar las relaciones entre ciertas circunstancias sociales, como la pobreza o la soledad, condicionan respuestas anómalas por parte de ciertos circuitos cerebrales?
Pero, una vez planteadas las cuestiones referentes al consumo de psicofármacos nos hemos de preguntar acerca de su eficacia y su seguridad.
Una vez más podemos recurrir a los datos proporcionados por el Dr. Laporte. Respecto de las benzodiazepinas nos explica que su eficacia en el caso del insomnio no es espectacular, más allá de su efecto placebo, en cambio, su seguridad es problemática, sobre todo en las personas mayores. Así, por cada cien personas de más de 60 años que tomen un comprimido para dormir, siete dormirán mejor, en setenta y seis casos la pastilla no tendrá ningún efecto, y diecisiete sufrirán efectos adversos, por ejemplo, una caída con fractura, como explicaba Juan Manuel Carmena en su artículo.
En cuanto a su seguridad, la Sociedad Española de Farmacéuticos de Atención Primaria informó en un documento firmado por la Dra. Aránzazu Aránguez Ruiz que, además de los efectos adversos más frecuentes como debilidad muscular, ataxia, sedación y alteraciones de la memoria, debía tenerse especial precaución en ancianos con:
a) Retardo psicomotor más patente en pacientes geriátricos, manifestándose especialmente al inicio del tratamiento o cuando se realizan incrementos de dosis rápidos.
b) Problemas cognitivos y riesgo de demencia. Varios estudios han puesto de manifiesto que el uso de BZD e hipnóticos-Z se asocia con un incremento del riesgo de demencia y enfermedad de Alzheimer.
La experiencia acumulada a lo largo de casi cinco décadas de ejercicio profesional me permite comprobar que el consumo de ansiolíticos e hipnóticos es un fenómeno generalizado en nuestro país. Este consumo, en muchos casos inadecuado, tiene serias repercusiones en la salud de las personas, especialmente en los mayores de 65 años. Pérdidas de memoria, déficits de atención, afectación de las habilidades motoras, estados de dependencia. No quiero decir con ello que se trata de fármacos que no se deberían consumir nunca, pero sí que su prescripción ha de limitarse solo a ciertas situaciones clínicas y por tiempo muy limitado.
Me he centrado en este artículo en solo un grupo de psicofármacos, las benzodiazepinas, pero habría que alertar también acerca del consumo de antidepresivos y antipsicóticos, muy generalizado en nuestro país. Tanto unos como otros tienen unas indicaciones muy precisas que difícilmente justifican que, por ejemplo, en el año 2022, en España, se hicieron 52,5 millones de recetas de antidepresivos a cargo del sistema sanitario público.
Para finalizar, cabe plantear la siguiente pregunta: ¿Qué ocurre en España para que sea unos de los países del mundo con un mayor consumo de psicofármacos? ¿Acaso somos más sensibles, más vulnerables que, por ejemplo, los alemanes, que consumen menos ansiolíticos y antidepresivos que nosotros? ¿Es que nuestros genes, producto de entrecruzamientos de tantos y tantos pueblos, nos convierten en potenciales pacientes psiquiátricos?
He de reconocer que no dispongo de una respuesta sencilla para un asunto tan complejo, pero permítanme que acabe con una reflexión del Profesor Marino Pérez Alvarez que, en su libro La sociedad vulnerable, publicado recientemente, escribe que “la medicación psiquiátrica, que es el tratamiento más común para los trastornos psi, no parece estar mejorando la salud mental de la población. Al contrario, puede que esté contribuyendo a su deterioro, a través de la patologización de malestares cotidianos, la proliferación de nuevos diagnósticos, la exclusión de otras ayudas más acordes con los problemas, y la cronificación debida a la propia medicación”.
Estoy muy de acuerdo con Marino Pérez. La clínica mental del día a día se nutre de personas que sí, pueden estar ansiosos o tristes, pero esos estados emocionales forman parte de la existencia humana y, en muchos casos, están condicionados por factores sociales y personales. Intentar “construir” trastornos mentales y establecer para ellos el correspondiente tratamiento psicofarmacológico solo puede contribuir a acentuar aún más la crisis de la Salud Mental de nuestro país.