Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorJueves 4 de agosto de 2022
3 minutos
Jueves 4 de agosto de 2022
3 minutos
Le gustaba sentarse bajo la fresca sombra de aquel tilo de sus confesiones. Allí, en ese parque urbano de la ciudad que amaba. Con quien desahogaba sus recuerdos, pues ya no podía recordar sus sueños. Su árbol predilecto, la compañía silenciosa de un ser vivo comunicante de sus congéneres y mudo para el abuelo.
El cielo muy azul de esa mañana acogía, algo distanciadas entre sí, algodonosas nubes, incluso algunas parecían ser también plumas de almohada desprendidas en un juego de niños y elevadas al firmamento por una agradable brisa de primavera temprana.
Su mirada izada al espacio celeste, entrecerrando los párpados para mitigar la dureza del brillo solar, que tanto le molestaba tras su operación de cataratas, quedó prendada de aquella doble hilera blanquecina, firme en un punto inicial y desgajada unos cientos de metros atrás. El rebufo aéreo de un moderno pájaro mecánico.
La imagen dibujada, ya quieta y desfigurándose, quiso el hombre compararla en su imaginación con el rastro que los seres vivientes, en su mundanal comportamiento, dejan constancia de las idas y vueltas por los caminos deparados por su existencia.
Pensó así mismo en los movimientos cósmicos. Las rotaciones y traslaciones astrales; los vaivenes del tiempo estacional; la entrada en la atmósfera de cuerpos celestes; la luz y su vertiginosa velocidad que nos acerca a las estrellas; los cometas que arrastran su resplandor. ¡Cáspita, se dijo, la estela!
Y la comparó con la secuela del pausado nadar de los patos. Recordó las huellas de pasos desnudos en la playa húmeda, desde la orilla del mar hasta el hoyo donde vacían los niños el agua robada a las olas. Cerrados sus ojos vieron el surco del arado del campo labrado. Sintió emoción ante el recuerdo de alguna bandera al viento.
Viajó con la memoria hasta la molesta carbonilla que dejaba el humo ferroviario, pues su tren tardaba en acabar de despedirse de la primera estación y manchaba el bonito recuerdo dejado. Y en ese mar que le llevó al otro lado, donde quedó esa seña –esa estela– que producen las hélices, marcando un punto de no retorno.
Suspiró, cerró los ojos y ensoñó. No lo supo después, al despertar, pero su cerebro constataba cada uno de los pasos, los empujes, los esfuerzos que su fructífera vida acumulaba. Le representaba luces de alegría y sombras de dolores, con sus claroscuros estelares.
Acariciaba momentos irrepetibles de felicidad familiar. Vinieron a primer plano los hitos profesionales. Acudieron fervores y disgustos como vinagreras que sazonan y fortalecen las relaciones humanas. Llovió y se mojó, hizo calor y sudó, pasó frío y se constipó, como cualquiera. Y de todo quedó marca, rodada, señal y pisada: estela.
Sintió unos vivos sonidos que le liberaron de la tibia modorra, entreabrió los párpados, se restregó los ojos y vio a su alrededor gorriones, palomas y hasta alguna cotorra, afanándose en alimentarse con migas de pan y hormigas competidoras del hambre que también formaban hilera a manera de rastro.
Se levantó y despidió de su amigo el tilo, diciéndole por lo bajo que ese día lo había visto muy lozano. Encaminose a casa haciéndose cábalas de qué habría soñado. Le apuró querer entender algo sobre una o muchas estelas.
Aceptó que su vida había tenido muchos derroteros y el largo viaje muchas estaciones. Y aún seguía fresco. Que no podría iniciar muchos más y sin embargo necesitaba prestarse un servicio nuevo, un reconocimiento, reforzar su experiencia. Estaría bien, se dijo, procurarse una nueva estela. Y se propuso pensarlo y contárselo la próxima vez a su buen amigo el tilo.