Pensando más y mejor en la jubilación
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Lunes 2 de noviembre de 2020
ACTUALIZADO : Lunes 14 de noviembre de 2022 a las 16:53 H
8 minutos
Artículo de Juan Ángel Lafuente (@JALafuent), Catedrático de Finanzas y Contabilidad de la Universitat Jaume I (@UJIuniversitat), y Director de la Cátedra Ciutat de Castelló
En un artículo previo discutí acerca del sesgo temporal que de forma particular se observa en los consumidores españoles sobre el excesivo retraso en la decisión del ahorro en el corto plazo con el objetivo de obtener rentabilidad una vez alcanzada la jubilación, es decir, en el largo plazo. Más allá de este sesgo de comportamiento, en este artículo incidiré en dos elementos adicionales que sin duda afectan a las decisiones de consumo-ahorro en nuestra economía con vistas a la jubilación: a) la cultura financiera de los consumidores, y b) qué preferencias por tipos de activos tienen las familias españolas cuando ahorran. Lo primero condiciona el entendimiento de la toma de decisiones bajo incertidumbre, mientras que lo segundo puede infravalorar el efecto de la liquidez en caso de que sea necesaria.
A partir de la crisis del 2008 (conocida socialmente como la crisis de las hipotecas basura), el creciente debate sobre la importancia de la cultura económico-financiera para las decisiones de ahorro-inversión condujo al Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores, en colaboración con el Instituto Nacional de Estadística, a elaborar la Encuesta de Competencias Financieras. El último informe disponible, que utiliza encuestas realizadas entre el cuarto trimestre de 2016 y mediados de 2017 a personas entre 18 y 79 años sobre conceptos relacionados con la elección del tipo de ahorro (inflación, tipo de interés compuesto y diversificación del riesgo), revelan conocimientos no muy sólidos al respecto.
Fuente: Encuesta de Competencias Financieras 2016. Banco de España. Porcentaje de respuestas correctas, incorrectas o que el encuestado revela no saber responder.
De los tres elementos anteriores, el tipo de interés compuesto quizás sea a priori el más técnico, pero el menos relevante de los tres, para el consumidor típico. Me centraré en los otros dos, que son claves para entender la importancia del ahorro del corto plazo como vehículo para la inversión a largo plazo. La inflación refleja la evolución de los precios y nos afecta porque el retorno de la inversión es en billetes. Pero el dinero no da la felicidad, sino los bienes y servicios que podemos comprar con dichos billetes. Como ejemplo, pongamos el caso de Zimbabue, que en 2008 emitió billetes con un valor facial equivalente a 100 billones (europeos) de unidades monetarias. Para los que no lo visualicen de forma inmediata eran billetes de 100.000.000.000.000 dólares zimbabuenses. ¿Sólo con uno de esos billetes sería rico y feliz su propietario? No tanto, si pensamos que la barra de pan llegó a costar por esas fechas 50 billones de dólares zimbabuenses. Este escenario es lo que denominamos hiperinflación. Un episodio descartable para todo potencial ahorrador en la zona euro, pero que no por ello deber restar interés en comprenderlo. Podemos descartarlo dado el carácter supranacional del Banco Central Europeo, y que, de acuerdo al artículo 127 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, el objetivo principal del Sistema Europeo de Bancos Centrales será mantener la estabilidad de precios. Con objeto de calibrar el efecto de la inflación en nuestra economía el lector puede consultar el Instituto Nacional de Estadística a través del siguiente enlace, el cual proporciona el cálculo del dinero equivalente en dos momentos del tiempo debido al efecto de la inflación o crecimiento de los precios. A modo de ejemplo, 1.000 euros de enero de 2000 equivalen a 1.492 euros en enero de 2020. Es decir, una tasa de inflación del 49,2% en 20 años. O, dicho de otra forma, lo que costaba 1.000 euros en enero de 2000, veinte años después cuesta 1.492 euros. Por tanto, si invirtió 1.000 euros en enero de 2000 y al cabo de veinte años la rentabilidad acumulada fuese del 49,2%, con la cantidad extra de billetes que recibe veinte años después simplemente mantiene, y no aumenta, su capacidad de consumir bienes y servicios.
Sin entrar en aspectos técnicos, todo consumidor puede utilizar como aproximación para la rentabilidad relevante en el futuro la resta entre la rentabilidad que ofrece el producto financiero (conocida o estimada) y la inflación estimada a lo largo del horizonte de inversión planificado. Volviendo al ejemplo anterior, un inversor a horizonte de 20 años que hubiese estimado una rentabilidad acumulada del 60% con un producto de ahorro (sin de nuevo entrar en aspectos técnicos, aproximadamente un 3% anual) esperará encontrar un incremento de su capacidad de compra en aproximadamente un 11% al cabo de 20 años. A pesar de la incertidumbre, es conveniente realizar este tipo de estimaciones básicas para decidir qué producto de ahorro elegir. En el ejemplo que acabo de poner, rentabilidades anuales del 3% no son un objetivo demasiado ambicioso. Y a pesar de ello, proporcionarían un ahorro positivo en el largo plazo.
El otro elemento importante es el concepto de diversificación del riesgo, que, atendiendo a la edad, es el que menos claro aparece para las personas jubiladas. En el corto plazo, cuando decidamos ahorrar a largo plazo, el riesgo relevante está el producto financiero. Pero hoy día las empresas especializadas en gestión de carteras permiten evitar al consumidor todas las complejidades técnicas calibrando a priori qué nivel de riesgo queremos asumir. Asumiendo mayor riesgo a partir de hoy podré generar más complemento a la jubilación en el largo plazo. Pero un mayor riesgo también incrementa la probabilidad de que en el futuro acabe peor que si no hubiese invertido. Por tanto, mi recomendación sería la adoptar un riesgo medio-bajo. Pero en última instancia dependerá del apetito por el riesgo de la persona que invierte. En el largo plazo, el riesgo relevante es el de vejez. Se pretende redistribuir la renta hacia la jubilación, pero no sabemos para cuantos años más a partir de los 65. Es decir, no será razonable celebrar el complemento de renta recibida gastándola toda de forma instantánea. A priori tenemos como referencia inicial las esperanzas de vida al nacer, que de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística en España son, en 2019, de casi 81 años para los hombres y ligeramente superior a los 86 años para las mujeres. Pero estas pueden variar substancialmente en función del área geográfica y los condicionantes medioambientales.
Además de la cultura financiera, el otro elemento relevante es la forma en la que se materializa el ahorro. En España existe una marcada preferencia para la generación del baby- boom, a groso modo los nacidos entre 1960 y 1975, por tener una casa en propiedad, como puede apreciarse en el siguiente gráfico:
Lo que nos indica el gráfico es que el destino principal del ahorro en las personas de más de 45 años es un activo inmobiliario, que se caracteriza por una baja liquidez en ausencia de burbuja. Para estas generaciones, con menos capacidad de ahorrar a corto debido al mayor gasto derivado del crédito hipotecario que la mayoría tomó para la adquisición de la vivienda, una forma de complementar la pensión cubriendo a la vez el riesgo de vejez es convertir total o parcialmente la casa en una renta vitalicia. Esta alternativa ha sido explicada por el profesor Pedro Serrano en sendos artículos previos en este mismo diario digital. Una decisión a la que las generaciones más jóvenes no tendrán que enfrentarse, pues el sesgo por la tenencia en propiedad de una casa está despareciendo de forma gradual con el paso del tiempo. Generaciones más jóvenes para las cuales, planificación del ahorro a corto para mejorar la renta una vez jubilados, será relativamente más importante.