Sociedad

La agonía del Estado

Fernando Ónega

Jueves 13 de marzo de 2025

ACTUALIZADO : Jueves 13 de marzo de 2025 a las 17:40 H

29 minutos

Discurso de investidura como Académico de Honor de la Real Academia Europea de Doctores

Discurso Fernando Ónega
Fernando Ónega

Jueves 13 de marzo de 2025

29 minutos

Rompo la tradición y comienzo mis saludos al revés de cómo hacen los auténticos doctores de ciencia y pago:

Buenos días, familia mía, y perdón por no dejaros tranquilos ni una mañana de todas las que tiene un año.

Buenos días, compañeros y amigos, que debéis estar muy desocupados para encontraros aquí.  

Bienvenidos quienes habéis venido de Galicia, de mi pueblo Mosteiro, o de Barcelona, donde tenemos alguna sucursal. Me conmueve vuestro esfuerzo, reflejo de vuestro afecto y de mi nostalgia.

Y con más solemnidad: Excelentísimo y Magnífico rector de la Universidad Complutense de Madrid, gracias por su hospitalidad de cedernos este glorioso Paraninfo.

Excelentísimo señor presidente de la Real Academia Europea de Doctores, gracias por elevar a la categoría de Académico de Honor a este jornalero de la palabra.

Gracias a mis padrinos, la doctora Cecilia Kindelán y el doctor Rafael Urrialde y a mi presentador y mentor, José Ramón Calvo, un sabio del que espero que cuando hable de mí después, sea levemente mentiroso a mi favor.

Y agradezco especialmente la nutrida, casi agobiante, presencia de clase política. De izquierda y derecha, sin distinción. Gran detalle para quien va por la vida de centrista y moderado. Y gran demostración de lo mucho que les preocupa el Estado. 

He tenido la osadía de copiar al colosal Miguel de Unamuno, porque su apelación a la palabra “agonía” en su “Agonía del Cristianismo” se aproxima a lo que vengo a deciros sobre el Estado. “Agonía, escribió don Miguel, quiere decir lucha. Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte. La agonía es, pues, lucha”. Fin de la cita.

Llevo estas reflexiones al mundo laico, a veces agnóstico, del Estado y comienzo con una arriesgada tesis: este periodo pasará a la historia como uno de los tiempos en que no sabíamos qué hacer con él. Ni con él ni con nada, porque yo siempre pensé que la próxima gran guerra sería por el agua, y va a ser por el capricho de dos salteadores de caminos que se llaman Putin y Trump.

Como llevo la duda inyectada en mis venas, soy el dudador mayor del Reino y, encima, gallego, debo empezar por una nota alarmante y una pregunta. La nota alarmante es que en los últimos se habló almenos dos veces de desguace del Estado español: una, en una tertulia de Onda Cero; la segunda, en un artículo de La Vanguardia: “desguace imparable del Estado”, escribió López Burniol, y añadió: ”la situación de España y su Estado es de liquidación por derribo”. La pregunta es: “¿Existe el Estado?” La escucho en mi aldea cuando piden y nadie les escucha, pero también la leí en un libro clásico, “El Estado”, del clásico Helmut Kuhn. 

Digo yo, señor Kuhn, con elemental lógica de campesino que, si tanto se habla y tanto se escribe sobre el Estado, alguna existencia debe tener. Para ser sincero por una vez en mi vida, me ocurre lo mismo que a San Agustín con el tiempo: “Si no me preguntan qué es el tiempo, lo sé; pero si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé”. Algo muy parecido me sucede con el Estado. Y seguro que el Estado, cuando se mira a sí mismo y se pregunta quién es, responde: “No sé quién soy, pero soy”.

Investidura de Fernando Ónega como Académico Honorario de la RAED

 

El primer impulso me lleva a sospechar que el Estado es, como se dice ahora, “lo más”, que en el lenguaje proletario siempre fue “la de Dios”. Cuando algo suyo lo manchan sucias manos o lo contaminan nuestros débiles juicios, se oye la voz del Altísimo: “No lo toquéis, asunto de Estado”. Cuando los jerarcas entienden que algo no lo debemos conocer los míseros humanos, le ponen un sello que dice “secreto de Estado”. Cuando se descalifica a alguien, se le reprocha: no tiene sentido de Estado. Y cuando alguien entiende mis necesidades, aunque no lo satisfaga, que incluso podría gobernar un país, y que reconoce algún derecho social –tampoco es preciso que sean todos—, se le rinden honores de “hombre de Estado”. Raras veces se dice “mujer de Estado”, sabe Dios por qué razón, tradición o marginación.

Otra cara es que a los indepes les produce urticaria la palabra España (“la palabra es un déspota todopoderoso”, decía Gorgias), les alivia no pronunciar ese nombre y referirse en mítines y otras intimidades al “Estado español”. Lo acaba de contar así Jordi Évole, también La Vanguardia: Silvia Intxaurrondo entrevistaba a Miriam Nogueras en TVE. “Hubo un instante en que a Miriam se le escapó la pala España y rápidamente la cambió por Estado español”. España no existe, el Estado español, sí. 

Respecto a los republicanos, incluso los que han jurado o prometido “lealtad al rey”, jamás usan las palabras “rey” o “monarca”. Encuentran alivio para su conciencia en la expresión “Jefe de Estado”, aunque haya sido el título oficial de Franco. 

Segunda duda: ¿es importante el Estado? Acabo de apuntar que es “lo más”, “la de Dios”. Fijaos si será lo más y la de Dios, que Fraga escribió esta apología: “Tan importante como la brújula, la pólvora o la imprenta, el Estado nacional moderno supuso un descubrimiento de la mayor trascendencia”.

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ESA COSA LLAMADA ESTADO

Tercera duda: qué entendemos por Estado. Habrá que escuchar por los siglos de los siglos al inevitable Maquiavelo, que lo entendió así: “Todos los dominios que han tenido y tienen imperio sobre los hombres son Estados, y son o repúblicas o principados”. Y, de tiempos modernos, escuchen a Manuel Vilas en su novela Ordesa: “¿Quién es el Estado?”, se pregunta. Y responde: “Es una superposición amarillenta de voluntades cansadas, que ya no piensan, que pensaron hace muchas décadas, y que perpetúa la pereza, que es la madre de la inteligencia”. 

Varias veces le escuché a Alfredo Pérez Rubalcaba que “el Estado es un señor, una mesa, y un teléfono”… Es difícil imaginar definición más sencilla. Incluso extraña. La pena es que Alfredo se me murió sin revelarme quién es ese señor y dónde está la mesa. 

Después vienen millones de textos que figuran en los libros de teología, perdón, de teoría política. Para este discurso anoto el de Torcuato Fernández-Miranda: “El Estado es una forma histórica de organizar la coacción al servicio del Derecho”. 

Me parece vigente Leonardo Sciascia: “Para mí, el Estado son los servicios que funcionan: escuelas, hospitales, Correos, una especie de gran empresario de servicios públicos. Si no hace eso, ¿qué queda del Estado, sino algo abstracto, como la idea de Dios?” 

Los ciudadanos de limitada ciencia y reducida riqueza expresiva entendemos por Estado lo que se puede decir con cinco letras: poder; el Estado es el poder que organiza vidas, mete mano en nuestro dinero y se lo apropia con la disculpa de la justicia distributiva. Se lo apropia de la forma que describió Cunqueiro: “O Estado era un sombreiro, un sombreiro mui grande. Abríu a boca, e papóuno todo”. Abrió la boca y lo devoró todo…

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INSTITUCIONES, LA OKUPACIÓN

Todo lo devora, porque tiene muchas instituciones que alimentar y las instituciones son el Estado. Cuando se produce una crisis institucional, y cada día son más frecuentes y graves, se produce un caso de agonía. ¿Y qué es una crisis institucional? Desde luego, mucho más que un conflicto de lindes. Crisis institucional fue lo del rey Juan Carlos, que afectó a la estabilidad de la monarquía. Crisis institucional es lo que hacen con la Justicia. Crisis institucional es la crisis de la representación política. Crisis institucional es el desgaste, que comentó Eduardo Álvarez: “Nos acostumbramos al paulatino desgaste de las instituciones hasta que dejan de funcionar en una lenta agonía que, como diría Esteve Runciman, nos muestra a cámara lenta cómo se termina una democracia”.  

Y crisis institucional es, la apropiación de esas instituciones hasta hacerlas funcionar como terminal del Ejecutivo. No ocurre solo en España. Anne Applebaum también lo vio en Estados Unidos: allí “hay círculos del Partido Republicano que persiguen la llamada “captura del Estado”, tomar instituciones y ponerlas al servicio de un partido concreto”. 

En España no hay institución que no haya sido ocupada por el partido gobernante. Recuerden la Fiscalía General, a la que el propio Sánchez llamó “su” Fiscalía General. El “su”, que yo sepa, no ha dejado de ser posesivo. Recuerden el Consejo del Poder Judicial, víctima de una voluntad política de dominar la Justicia. 

La lista de ocupaciones es amplísima, incluso sin incluir a Telefónica, pero atención a lo que escribió Juan Luis Cebrián y todos hemos vivido y comentads: “no han sido ocupadas en una semana, sino a lo largo del tiempo”. 

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LAS CONTRADICCIONES

Después viene algún problema nada secundario. Por ejemplo, España es una monarquía constitucional, pero el independentismo catalán dice “Catalunya no tiene rey”, sus autoridades antes de Illa no recibían al monarca en sus repetidas visitas a Cataluña y ningún otro independentista acude a las consultas reales para la formación de gobierno. No voy a decir que eso debilita al Estado, pero no ayuda a robustecer su musculatura. 

A continuación, las contradicciones. El Estado, según lo que acabo de recordar, debería ser “el conjunto de instituciones que rige un territorio y su población”. Sin embargo, cuando se habla de “ámbito estatal”, se opone a los ámbitos autonómico y municipal; se los expulsa del concepto mismo de Estado. Según crónica de ABC del 18 de febrero, el mismísimo Tribunal Constitucional hablaba en una sentencia de la “necesaria colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas”. Supongo que se refería a la Administración Central, pero lo cierto de la sentencia es lo que acabo de decir: distingue entre Estado y CC.AA. Si solo lo nacional es estatal como se suele identificar, lo estatal resulta excluyente. 

Y al revés, hace unos días, Pedro Sánchez consideró a los Mossos d’Esquadra Fuerzas de Seguridad del Estado, y se le reprochó que los Mossos no son eso, sino policías autonómicos. ¿Quién desconoce la ley?

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LAS AMPUTACIONES 

Después vienen las amputaciones. Comienzo por el diagnóstico de Brian Crozier: funciones básicas del Estado la seguridad del pueblo, defensa contra enemigos exteriores y conservar el valor de la moneda. Pero, ay, las tres han sido en gran parte arrebatadas o delegadas: la seguridad del pueblo, el pueblo cada día la encomienda más a empresas y seguratas privados; la defensa contra el enemigo exterior es tarea de la OTAN, y el valor de la moneda está en manos del Banco Central Europeo. ¿Qué te queda, poderoso Estado? Cobrar impuestos, meternos en la cárcel, hacer controles de alcoholemia, poner multas y devolvernos el dinero de las pensiones.

Y no os perdáis las discrepancias. Aznar acaba de recuperar una definición: “Estado compuesto”. Iván Redondo habla cada lunes de Estado plurinacional. Un tercer grupo dice que esto debe terminar en república. Hay quien defiende que somos una “confederación” a pesar de llevar casi medio siglo de Autonomías. Pedro Sánchez dice construir un Estado federal… España no es diversa; es diversamente interpretada. Vosotros, más viajados que yo, ya me diréis si hay muchos países con este espectáculo de disonancias. El Estado español es como algunas páginas web: está en construcción.

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LA CUESTIÓN TERRITORIAL

Así entramos en la gran cuestión: ¡la territorial! Hay indicios de que el sistema español es autonómico. Sin embargo, cuando Salvador Illa llegó a la Generalitat de Cataluña, Pedro Sánchez vendió lo que acabo de decir: un gran paso hacia el federalismo. Luego, el Estado que tenemos es provisional. Que Sánchez señale esa meta sin debate parlamentario ni consenso transmite inseguridad. Las dudas de futuro tampoco fortalecen al Estado.

Tenemos un problema de fondo: la mayoría de las transferencias se hicieron y se hacen bajo presión o chantaje de quien puede chantajear o por la necesidad de los gobiernos (progresistas o conservadores, todos hicieron lo mismo) para conquistar o mantener el poder. Así se construyó el Estado autonómico. Escuchen a Oriol Bartolomeus: “se construyó a empellones, a trompicones, sin planos. No hubo un modelo a seguir. Por no haber, al principio no había ni mapa”. 

Es un milagro que el Estado haya sobrevivido y lo celebramos. Sin embargo –este discurso mío debería llamarse “El discurso de los sin embargo”–, sin embargo, digo, un extendido estado de opinión dice que en Cataluña y el País Vasco empieza a notarse el vacío del Estado. López Burniol retrató ese vacío tras la segunda fuga de Puigdemont entre cientos de policías: “el reciente paseo de Puigdemont por Barcelona constituye la prueba evidente de que el Estado español ya no está ni se le espera en Catalunya”. Y el portavoz del PP en el Parlament dijo el 4 de febrero que en Cataluña se está desmontando el Estado. Y yo llevo años preguntándome si merece el nombre de Estado la organización que desde 2011, no supo encontrar un eslogan de réplica al España nos roba. ¡Qué difícil tiene que ser su oficio, querido rey Felipe!

Por ello es legítimo pensar que estamos ante una nueva transición, y no sabemos hacia dónde. En 1976 sabíamos que el destino era la democracia. En 2025, a la vista del maltrato a la ley y el enfrentamiento entre política y justicia, Jon Juaristi pudo escribir: “si se desmantela el Estado de Derecho, nos lleva a una forma de nuevo despotismo”. Y para Daniel Innerarity, tan distante ideológicamente de Juaristi, resulta llamativo que en el tiempo en que hay menos golpes de estado, aumentan los diagnósticos de recesión de la democracia. 

¿Hay esa recesión? Si se cuenta la cantidad de libros que ven la democracia en peligro, parece que sí. En España el asunto es algo más complejo, si eso fuese posible: falta educación para el pacto. La cordialidad entre gobernantes y partidos que, según la derecha, tratan de destruir España, es transformada en escándalo por muchos medios. Y es que no se acaba de justificar que siete escaños decidan más para casi 49 millones de ciudadanos que los 137 escaños del PP. 

¿Se ha perdido la razón? Algo sí. Lo sugieren los indicios y lo piensan los sabios. Darío Villanueva, exdirector de la RAE, tituló su último libro “El atropello a la razón”. Y Manuel Cruz, insólito filósofo que, “degenerando, degenerando” como el torero aquel, llegó a presidir el Senado, tituló su último libro “El gran apagón” y ese apagón es, textualmente, “el eclipse de la razón”.

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LAS CESIONES: PACTO O RENDICIÓN

Para que no haya dudas, anticipo que yo no sabría hacer en Cataluña una política distinta a la de Pedro Sánchez. De las opciones posibles, me parece la más acertada. Los problemas son otros.

El problema es que los últimos acuerdos contienen cesiones del Estado, no del gobierno, cuyos efectos tardaremos en conocer. 

El problema es que en esos pactos no hay contrapartidas a las cesiones del Estado. Solo paga una parte. 

El problema es que a cambio de siete escaños que garantizan la presidencia de Sánchez, los independentistas lograron que sus acusaciones de represión y uso espurio de la justicia consten en el texto del acuerdo de investidura. 

El problema, en consecuencia, es lo que se pacta, porque puede producirse un desequilibrio. Yo no me atrevo a sostener la teoría de la corrupción que lanzó el PP, pero el desequilibrio es evidente. 

Y el problema es la compra-venta de votos; lo que solemos llamar mercadeo. Fijaos en la pregunta que Esquerra hizo a sus bases para avalar el sí a Salvador Illa. Decía: “¿Estás de acuerdo en que ERC vote a favor de la investidura del candidato socialista a cambio de la soberanía fiscal y el resto de medidas acordadas?” 

“A cambio de…” Suena, efectivamente, a transacción de mercado. Para la oposición es fácil alegar que es una nueva compra de una presidencia. Y nueva tensión con las demás regiones, que ven una rendición ante el separatismo. Y quizá un engaño a la sociedad. 

Algo parecido al engaño tuvo que haber cuando el 2 de agosto la SER dijo (textual) que Cataluña “abandona el independentismo y se hace constitucionalista”. ¡Y olé!, le faltó decir. Sería maravilloso si el mismo día Marta Rovira no considerase el acuerdo como “un escalón hacia la independencia”. 

Algo parecido al engaño debió haber cuando el acuerdo se calificó como “solidario”, pero no se dieron datos que lo confirmen. 

Y algo parecido al engaño debió haber en la justificación del pacto cuando un catalán, López Burniol, escribió en La Vanguardia: “El pacto para hacer presidente a Illa implica el abandono del modelo federal (en el que se inscribe el modelo autonómico) y la opción por el modelo confederal”. 

Una política pensada, según la propaganda oficial, para el entendimiento, dividió gravemente a la sociedad. Primero, por la amnistía, cuya constitucionalidad todavía no está confirmada. “Lo más grave de la ley de Amnistía, escribió el moderado García Cuartango, es que rearma intelectualmente al independentismo, dejando al Estado español a los pies de los caballos”. 

Investidura de Fernando Ónega como Académico Honorario de la RAED

 

Después, por la condonación de la deuda, solución para Catalunya y símbolo de todos los agravios para el resto. Se suma al pánico provocado por la inédita financiación singular. Tan inédita, que no sabemos si lleva a Catalunya los conciertos vasco y navarro. Por si acaso, óigase lo dicho por José María Peláez, portavoz de la Asociación de Inspectores de Hacienda en La Razón: “El concierto catalán vaciaría al Estado de su objetivo de lograr la cohesión social y territorial. El Estado firmaría su práctica desaparición, ya que se quedaría sin fondos y vaciaría sus competencias”. Y tercero o cuarto, ya perdí la cuenta, la gestión de la inmigración, delegada según el gobierno, integral, según el partido Junts. Gol de Puigdemont, diría un cronista deportivo. Desguace del Estado, se dijo en El Hormiguero de Antena3. “Están en peligro las bases del Estado de derecho”, clamó Ignacio Varela en El Confidencial. Y Daniel Gascón en El País: “El Estado pierde una atribución básica como la política de inmigración en un cambalache con Junts”. E Ignacio Camacho en ABC: “La estrategia de pacificación consiste en una entrega paulatina, pero constante, de estructuras de Estado”. 

Oído ese clima, dos apuntes personales: primero, aquí hay una batalla por el relato y todavía no se ve al ganador. Y segundo, como la cuestión catalana le salga mal a Sánchez, pasará a la historia como un suicida. Como le salga bien, lo mismo termina investido como el hombre de Estado del siglo XXI.

EUROPA, META  Y SOBERANÍA

Hay otras mermas del Estado que, siendo mermas, son gran acontecimiento. Una de ellas, la derivada de la Unión Europea, ya que hubo un traspaso de soberanía del Estado español a sus órganos de gobierno. Hoy, el 60% de las decisiones que nos afectan son adoptadas por Bruselas. Los Estados son ejecutores. Y Sami Naïr, en su último libro “Europa encadenada”, habla de “la progresiva debilidad de los Estados-nación, no compensada por quien encarna la unión democrática de los pueblos: el Parlamento europeo, desprovisto de poder soberano legislativo”.

Permítanme un detalle más: no sabemos con exactitud a quién obedece Bruselas. A todos, diréis vosotros. Yo tengo una duda; perdón, otra duda: ¿Por qué en Bruselas hay tantos grupos de presión conocidos? ¿Por qué, después de Washington, es el lugar donde hay más lobbies? Escuchen lo que escribe Sami Naïr en su último libro “Europa encadenada”: “Hay un grupo de presión por excelencia, lo encarnan las financieras y las empresas transnacionales; son los interlocutores privilegiados de la más alta esfera de la tecnocracia de la Unión y de los Estados. Las oligarquías económicas y financieras europeas y mundiales saben cómo influir sobre los órganos decisión de la UE”. Eso escribe Sami Naïr. Es posible que decisiones que nos afectan en la vida, el trabajo y en el futuro de nuestros hijos sean decisiones de lobbies que condicionan el trabajo de los Estados. Se lo dijo Pepe Mujica a Jordi Évole: “los intereses económicos son más fuertes que la política”. 

IMPÚDICOS PODERES ECONÓMICOS

Estando en esto, se refuerza la insolente, impúdica, intromisión de esos poderes económicos. Retiro la palabra intromisión. Sustituidla por invasión y dominio, que empieza a ser asfixiante. Se está haciendo verdad la competencia que grandes emporios económicos le hacen o le intentan hacer a los Estados.

Hay fondos que mueven más presupuestos que muchos Estados. Grandes emporios controlan la información y el acceso a la información. Tecnologías de inteligencia artificial condicionan decisiones que afectan al conjunto de la humanidad. Y que no le pisen un callo a Trump, porque aplica la palabra que él considera “más bonita del diccionario”: arancel. Poderes económicos y personales pueden desacreditar Estados o tumbar gobiernos nacidos de la voluntad popular. Y algo más peligroso, descrito por Timothy Snyder en su reciente libro “Sobre la libertad”: “Demasiados de nosotros vemos la libertad como la ausencia de poder estatal”. Si eso es verdad, empezamos a entender el éxito de opciones ultras. Esa filosofía de la libertad es destructiva.

Dejadme decirlo con palabras ajenas. Raúl del Pozo: “no deciden los Estados, sino las poderosas empresas que mandan más que los gobiernos”. Aviso de Warren Buffet: “estamos en una guerra de clases y vamos ganando los ricos”. Esto es especialmente cierto tras las últimas elecciones americanas. Y lo será más a medida que se vayan conociendo las decisiones de Trump y la oligarquía que le acompaña.

Testimonio del catedrático Daniel Innerarity en “Una teoría de la democracia compleja”: “los Estados se han convertido en actores más interdependientes y con una capacidad muy limitada de regulación y control de las grandes empresas, los fondos soberanos y los comportamientos de los actores”. 

Oigan los recuerdos de José Bono en sus Memorias: “he comprendido que no existe el Estado al modo tradicional y que todo se mueve en el ámbito de Wall Street, la City, Arabia Saudí y China”. Esta frase de Bono es un retrato desgarrador, pero realista, de la situación o, si lo prefieren, de la agonía. 

Y nuevamente Raúl del Pozo, en su libro “Los cautivos de La Moncloa”: califica al Estado español como “decrépito, menguado, que ya solo administra el 19 % de los recursos públicos”.

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Hay una consecuencia que Jorge Dezcallar describe en “Abrazar el mundo”: “El Estado se ha quedado pequeño, no es capaz de ofrecernos el cobijo que nos daba en otros tiempos y esa es una buena razón para el desosiego que sentimos”.

No solo nos falta ese cobijo, añado esta mañana. Nicolás Sartorius, en “La democracia expansiva”, ve al Estado incapaz o insuficiente ante la magnitud de los otros poderes y, sobre todo, de los nuevos desafíos a que se enfrenta la humanidad. “Las grandes cuestiones que determinan todas las demás –sostenibilidad del planeta, revolución digital y sus efectos, migraciones, control de armas, crimen organizado, evasión fiscal, mantenimiento del Estado social y crecimiento económico— ya no pueden abordarse y encontrar solución adecuada en el universo del Estado-nación”. 

Algo más por mi parte: ese Estado de la pobreza no puede impedir el nuevo colonialismo. Si un fondo de inversión quiere hacerse con la propiedad de una empresa de las consideradas estratégicas, plantea una OPA, el Estado puede oponerse, pero no siempre tiene recursos económicos para impedirla. ¿Quién le ayuda a salvar la españolidad? En parte, el Boletín Oficial.  En gran parte, Isidro Fainé, que maneja recursos suficientes y con voluntad humanitaria. No creo que Fainé sea el señor del teléfono que decía Rubalcaba, pero lo parece. La prueba acaba de mostrarse en la vuelta de Fundación La Caixa y Criteria a Catalunya. Se justifica por la “normalización”.

LOS MERCADOS, ESA NUEVA AUTORIDAD

Y atención, que esto no termina aquí. Ojo a los mercados. Los mercados mandan en la política (económica o no), hasta el punto de que no solo complementan, sino que sustituyen al Estado. Si los mercados aprueban una decisión, es que la decisión es buena. Si los mercados piden determinada reforma, hay que hacerla. Los mercados mandan. Mandan tanto, que le hacen preguntar a Sami Naïr en su libro ya citado: “¿Son los mercados un nuevo sujeto histórico?” Sin duda, profesor. No hay más que leer los periódicos. Ya empiezan a ser –o llevan bastante tiempo siendo– esa autoridad que durante siglos hemos atribuido a los Estados. 

Y en la frontera de mercados y política, lo novísimo que Pedro Sánchez puso en su agenda: la “tecnocasta”; los grandes ricos que controlan Internet, las redes sociales y, por tanto, la información que reciben miles de millones de personas y llamó a la sublevación de la sociedad.  Recuerden lo que dijo: que son “una élite de milmillonarios que no pagan impuestos y que controlan nuestras leyes, nuestras vidas, lo que vemos, lo que vamos a pensar”. No es que nos espíen o conozcan hasta lo más secreto de nuestra intimidad. Es que deciden lo que vamos a pensar. Es que facilitan a otras naciones los instrumentos para condicionar el voto, como hace la Rusia de Putin. Son un nuevo poder que usurpa funciones al Estado, como el control de las leyes. Me gustaría deciros cómo nos podemos rebelar, según la petición de Pedro Sánchez, pero tengo que esperar su guía.

Quizá sea precisa esa rebelión por lo que ocurre en la comunicación política. Y lo que ocurre es que no bastan los hechos, sino cómo se dan a conocer; no importa la verdad, importa el relato. Ganar el relato, es decir, la versión favorable a quien difunde un contenido. Para conseguirlo, ahí están las redes sociales: son las más manipulables, las que carecen de sentido ético de la información, las más fáciles para colocar mensajes interesados, aunque sean falsos; las que son producto de la posverdad y las que quitan espectadores a la tele, oyentes a la radio y lectores a la prensa escrita. La mayoría de los usuarios las consumen sin filtro. Los populismos las utilizan. Los gobiernos ya sienten seriamente su impacto. Los Estados se ven desplazados. Desplazados y derrotados. Y se establece una nueva norma: hasta ahora, la historia la escribían los vencedores; a partir de ahora, vence quien escribe mejor la historia o escribe la mejor historia.

Pero estábamos exponiendo la invasión de ricos, especuladores y ladrones a funciones propias del Estado. Ahora mismo estamos escandalizados por lo que viene. En Estados Unidos, parece que Trump utiliza su poder para hacer de Gaza otro gran negocio personal. Elon Musk y Bezzos le quitan al Estado competencias en la carrera espacial, que hoy es asunto de empresas privadas, por tanto un negocio. Y es tal el poder de los satélites de Musk, que se permite ofrecer seguridad en las comunicaciones a una nación tan sólida como Italia. 

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MILMILLONARIOS PARA ATENDER A LOS POBRES

¿Cómo atenderán esos invasores privados los servicios públicos? No lo dicen. Por tanto, yo no lo sé, pero intuyo por dónde va la vaina: por donde marca la gobernación de Trump. Y de la señora Le Pen, del señor Orban y demás socios, como el señor Abascal. Todos, coincidentes con Miléi y su motosierra y califica los impuestos como un robo. Y todos, seducidos por el hombre más rico del mundo, Elon Musk, con su apoyo confeso a la extrema derecha, que se propone desmontar el gobierno de Estados Unidos. El nuevo enemigo de la Europa de la democracia liberal, es él. Tiene más 300.000 millones de dólares para incordiar.

Lo que tenemos los demás es una inquietud que podríamos llamar alarma: todo lo que ocurra en beneficio de los partidos extremos es consecuencia de los fallos anteriores: de la corrupción, los abusos de poder y otros desastres fruto del egoísmo. Y no culpemos a los gobiernos actuales, porque hace casi medio siglo Alain Minc escribió este inquietante apunte sobre el Estado-providencia: “Hace agua por todas partes. Se está haciendo cada vez más caro y cada vez menos eficaz”. 

Centrándose en España, el catedrático de Ciencia Política Carles Ramió apunta: “Los ciudadanos constatan en su día a día, con sorpresa e indignación, el deterioro de los servicios públicos más esenciales (…) ¿Cómo hemos podido llegar de repente a este gran colapso administrativo?” Pues, según él, viene algo peor: la jubilación en 10 años de un millón de funcionarios (el 30%), “puede convertirse en una catástrofe de enormes proporciones por falta de una adecuada planificación”. 

El pronóstico es tan pesimista y alarmante o tan alarmantemente pesimista, que dan ganas de sacar una pancarta que diga: “Inventemos un nuevo Estado”. Inventémoslo, porque si es cierto lo que escribe Ramió, el vigente acumula muchos éxitos históricos, pero también notorios fracasos y, mirando a las circunstancias actuales, rotundas insuficiencias. 

EL DURÍSIMO EXAMEN DE LA DANA

Ese Estado tuvo un examen de reválida en la dana. Lo cito en este punto, porque el rey lo hizo en su discurso de la Pascua Militar. Felipe VI vino a decir que el trabajo de las Fuerzas Armadas y de los Cuerpos de Seguridad había sido la demostración de la eficacia del Estado en emergencias como esa. 

Al rey quizá le faltó un adjetivo: en vez de decir que ese trabajo había sido “la” demostración, pudo decir “la única”, porque el resto ha sido una colección de fiascos que empezaron en la ausencia de Mazón, pero tampoco estuvo visible la “ministra del ramo”, la de Transición Ecológica y al gobierno central le  faltaron reflejos para declarar la emergencia y le sobró partidismo para decir aquello de “si necesitan más medios, que los pidan”.

Al final, quedó para la historia un grito, una pintada, una constatación: “solo el pueblo salva al pueblo”, gran verdad, tras la exhibición de miles de voluntarios, pero también una severa descalificación de las instituciones democráticas difícil de aceptar. Por ejemplo, para Ana Iris Simón, que escribió en El País: “Lo que hace [ese grito] es incrementar la desconfianza en las instituciones y en lo público”. Y, alentado por ese grito se empezó a crear un clima de opinión que por fuerza tiene que ser recogido en un discurso como este en sus brochazos más llamativos:

  • Hubo balances catastrofistas. El número uno del ranking lo firmó Juan Manuel de Prada en ABC: “Estamos mostrando al mundo que España es un Estado fallido”. 
     
  • Hubo expresiones amargas de caída de la confianza social: “Se ha roto el delicado anclaje de la confianza ciudadana en el Estado” (Susana Quadrado, en La Vanguardia). Se habla de “Estado ausente” (Joaquín Manso, director de El Mundo). “Derrumbe de la confianza en el Estado” (José A.  Zarzalejos, en El Confidencial)

Las palabras confianza y Estado no ligaron bien hasta la visita de los reyes y del jefe del gobierno. El pueblo que lo había perdido todo, patrimonio y familias, dejó esta lección, envuelta en el barro de sus lágrimas: no falla el Estado; fallan sus gestores. Sánchez, levemente agredido, entendió el mensaje y se retiró de la ira popular. Los reyes, leo en La Vanguardia, “asumieron en solitario la mejor representación del Estado”.  E Ignacio Peyró certificó en El País: “esas fotos con la cara mancha-da de barro han quedado como lo más digno de la presen-cia del Estado”. Hay quien dice que Felipe VI encontró allí “su 23-F”. Es posible. O no. El tiempo lo dirá. A efectos de nuestro tema, me quedo con una frase que quiere inspirar algo de confianza. Es del ministro Ángel Víctor Torres: “cuando pierdes todo, solo te queda el Estado”.

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HACIA LA REFUNDACIÓN

Habrá que reinventarlo, entonces. Los humanos tenemos una tendencia natural –o sobrenatural, vaya usted a saber– a reinventar algo cuando no sabemos resolverlo. Si un partido fracasa, se procede a refundarlo. En la crisis de 2008, Sarkozy propuso nada menos que refundar el capitalismo. La reinvención es como las luces intermitentes del chiste: a veces funcionan y a veces no. La refundación del Estado tendría varios objetivos.

El fundamental, el que dijo Felipe González a Pepe Oneto en TVE en 1982: “Que el país funcione”. ¿Y qué sería en este momento que el país funcione? Casi todo, desde recuperar la calidad de los servicios públicos. Si el Estado agoniza, es porque resulta poco útil o no produce suficientes satisfacciones. Desde eso, digo, a recuperar valores fundamentales como la división de poderes, tan decaída; la presunción de inocencia; el prestigio de los partidos, porque oíd cómo los retrató Lola García en La Vanguardia: “Están denostados. Son vistos como maquinarias sectarias de fabricar engaños”.

Y además de esas urgentes tareas, vigilar los síntomas de cansancio de los materiales con que están hechos los Estados; denunciar que el Estado se confunde cada vez más con el gobierno, el gobierno acepta complacido esa confusión; luchar contra el paralizante fantasma de la polarización; apelar al sentido de Estado de los grandes partidos, cuando se enfrenta temas como la vivienda, a ver cuál tiene mejor ocurrencia o mayor renta electoral; invertir para que los narcos no tengan mejores medios que los Cuerpos de Seguridad del Estado; o combatir monstruos como los de la política exterior, terreno en que las grandes decisiones (Sahara, Gaza, Israel) se adoptan sin consultar ni informar a la oposición. Los casos de Marruecos, Sahara o Israel son especialmente llamativos. Espero que Gobierno y oposición pacten al menos, y hoy miso, la posición de España ante una posible gran guerra.

Investidura de Fernando Ónega como Académico Honorario de la RAED

REVOLUCIONES EN MARCHA

Y, por último, que hay cinco revoluciones en marcha: la tecnológica; el cambio climático; la tensión geoestratégica con un lenguaje bélico que aterroriza; el envejecimiento de la población y lo que no se debe llamar invasión de inmigrantes, pero la es. ¿Qué puede hacer un Estado en solitario ante cada uno de ellos? ¿Qué puede hacer, en concreto, el español ante los 2.500 millones de habitantes que va a tener África y serán una indescriptible presión ante nuestras fronteras? Quizá repetir el lamento de Melibea: “¡Qué pequeña tengo mi libertad!” Y atención al comentario de Fernando Vallespín: “Estamos ante una crisis humanitaria que también es una crisis de eficiencia de nuestro sistema político”

O sea, que debo repetir que los Estados están en algo parecido a una transición y no sabemos hacia dónde, porque estamos viendo hechos sensacionales. Y estamos en tiempos de angustia, porque ignoramos a donde nos lleva un tipo que, rodeado de milmillonarios, suspende miles de millones de dólares para ayudas sociales y hay jefes de Estado que lo quieren imitar. ¿Hacia dónde puede ir el Estado si un gran líder mundial desprecia la justicia y santifica la más flagrante injusticia?

De momento, escuchad el diagnóstico de Ramón Aymerich hace 11 días en La Vanguardia: “La nueva derecha americana convierte al estado en enemigo y habla de un deep state (Estado profundo), un Estado dentro del Estado que se mueve con una agenda propia. El objetivo, añade Aymerich, es reducir el Estado a la mínima expresión”.

Conclusiones necesarias para no precipitar mudanzas en tiempos de tribulación. Primera: pase lo que pase, y trumpe quien trumpe, ya me entienden, el Estado no va a morir, pero le toca sufrir. Segunda: por encima de críticas como las que acabo de hacer o recoger, el Estado español no es, en absoluto, un estado fallido. Y tercera, lo que vemos a fecha de hoy son este clásico de los politólogos: los estertores de lo viejo que no acaba de morir e intuimos el alumbramiento de lo nuevo, que no acaba de nacer. Esa es la crisis, en palabras de Gramsci. Esa es la agonía, en versión de Unamuno. Ese es el gran carajal, en prosaica opinión de este escribidor.

Muchas gracias.

Sobre el autor:

Fernando Ónega

Fernando Ónega

Fernando Ónega, presidente del diario 65ymas.com, es un cronista imprescindible desde los primeros tiempos de la transición. Una voz escuchada y respetada por su rigor y su neutralidad. 

Fue director de prensa de la Presidencia del Gobierno de Adolfo Suárez, siendo autor de buena parte de sus discursos.

Ha trabajado en distintos medios escritos y televisiones. En la radio, inauguró el comentario político en mayo de 1978, en el programa “Hora 25” de la Cadena SER. Después ha sido director de informativos de la Cadena SER y de la Cadena COPE, además de director general de Onda Cero. En esta misma emisora, colaboró con Luis del Olmo durante 17 años, con Carlos Herrera y, desde abril de 2015 a septiembre de 2022, colaboró en los programas “Más de uno”, con dos comentarios políticos diarios, y en La Brújula, con una carta también diaria.

En prensa escrita publicó su primer trabajo a los 13 años en “La Noche” de Santiago de Compostela. Dos años después firmaba una página semanal y hacía entrevistas en “El Progreso” de Lugo. Dirigió el diario “Ya”, fundó el confidencial y la agencia “Off the record” (“OTR Press) y en los últimos tiempos ha sido columnista de “La Vanguardia y “La Voz de Galicia”. 

En televisión, fue director de varios programas en TVE, así como director de relaciones externas de la cadena pública. También ha presentado los espacios informativos de Telecinco y Antena 3 y colaboró como contertulio en varios programas de debate. 

Autor de diversos libros entre los que destacan “El termómetro de la vida”, “Puedo prometer y prometo”, “Juan Carlos I”, “Qué nos ha pasado, España”. 

En 2020 recibió su tercer Premio Ondas, en este caso a la trayectoria o mejor labor profesional. El jurado reconoció "su fecunda carrera en la radio, tanto en su faceta directiva como ante el micrófono, desarrollada en las principales cadenas". "Fue pionero de la incorporación de los espacios de opinión en la radio, y sigue todavía hoy aportando una mirada ponderada sobre la actualidad", destacó. 

A lo largo de su trayectoria también ha recibido otros galardones, como el Premio Godó, varias Antenas de Oro y Micrófonos de Oro, aunque él presume de otros reconocimientos: por ejemplo, la Medalla Castelao de Galicia o los nombramientos como Hijo Predilecto de Pol, o Hijo Adoptivo de Lalín y de la Provincia de León.

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