

Guía de la DGT para mayores: ¿seguridad vial o edadismo encubierto?
Anatolio DíezMartes 15 de abril de 2025
4 minutos

Martes 15 de abril de 2025
4 minutos
La Dirección General de Tráfico (DGT) ha publicado recientemente una guía dirigida a conductores mayores y a sus familiares con recomendaciones sobre cómo abordar la posible retirada del permiso de conducción en edades avanzadas. El documento forma parte de su Estrategia de Seguridad Vial para Mayores y pretende ofrecer herramientas para una transición “razonada y respetuosa” en caso de que sea necesario abandonar la conducción.
Sin embargo, más allá de las buenas intenciones declaradas, esta guía abre la puerta a un debate necesario: ¿estamos ante una medida de prevención o ante un nuevo caso de edadismo institucional?
Existe una delgada línea entre seguridad y discriminación que no debemos traspasar y menos en materia de seguridad vial, donde toda iniciativa orientada a reducir los riesgos es bienvenida. Es un hecho que, con la edad, pueden verse alteradas algunas capacidades cognitivas, sensoriales o motoras que influyen en la conducción. Y es positivo que se fomente una cultura de evaluación, diálogo y acompañamiento. Pero también es cierto que no todo envejecimiento implica deterioro ni toda persona mayor representa un riesgo al volante.
El problema emerge cuando se empieza a tratar la edad cronológica como si fuera un indicador automático de incapacidad. La guía recomienda comenzar una vigilancia especial a partir de los 70-75 años. ¿Por qué esa franja? ¿Qué base empírica lo justifica en términos de siniestralidad frente a otras edades? ¿Por qué no se propone una revisión periódica a partir de criterios médicos individualizados en lugar de un umbral etario generalista?
Cuando una persona es considerada “un problema potencial” solo por cumplir años nos encontramos ante una forma de “pecado por defecto”, es decir, una sospecha previa, no fundamentada, que puede derivar en exclusión. Y eso, aunque no se exprese con ánimo punitivo, es una manifestación de edadismo.
Estas consideraciones de la DGT nos obligan a preguntarnos si el papel de la familia es de acompañamiento o es de tutela. Sin duda, uno de los ejes más delicados de esta guía es el rol asignado a la familia. Se les insta a observar, a recopilar información del entorno, a aplicar cuestionarios de evaluación y, en casos de riesgo, a intervenir.
En principio, este enfoque participativo parece positivo. Sin embargo, mal aplicado puede transformar el apoyo en vigilancia y la confianza en paternalismo. Si no se actúa con extremo cuidado ético, la persona mayor puede verse desplazada de las decisiones sobre su propia autonomía.
Es importante subrayar que la dignidad y el derecho a decidir de las personas mayores no decaen con la edad. La retirada del carné de conducir, si procede, debe surgir de un proceso consensuado, informado y siempre supervisado por profesionales. Sustituir ese juicio clínico por el criterio de familiares bienintencionados puede resultar problemático y conflictivo.
Si realmente queremos proteger la seguridad vial de las personas mayores, el debate no puede centrarse solo en si deben dejar de conducir. Debe ampliarse hacia una reflexión estructural sobre la movilidad sostenible, inclusiva y accesible.
¿Existen alternativas reales al coche privado en las zonas rurales o semirrurales, donde viven muchas personas mayores? ¿Estamos invirtiendo lo suficiente en transporte público adaptado? ¿Se les ofrece acompañamiento emocional cuando deben abandonar la conducción o simplemente se les aísla aún más?
La autonomía no es solo cuestión de movimiento, sino de participación activa en la sociedad. Cualquier medida que afecte a esta capacidad debe ser pensada con empatía, respeto y sin caer en estigmatizaciones.
Finalmente, debemos concluir con que la guía de la DGT puede ser una herramienta útil si se utiliza como apoyo, no como excusa para discriminar. El reto es encontrar el equilibrio entre seguridad y autonomía, entre prevención y libertad.
Lo que esta guía refleja, aunque no lo diga explícitamente, es una forma de edadismo estructural: asumir que la edad avanzada es por sí sola una condición de riesgo, y que las personas mayores necesitan ser vigiladas o tuteladas por defecto. Esta lógica, aunque esté vestida de buenas intenciones, termina por excluir y limitar derechos fundamentales.
Para evitar estas formas de edadismo debemos tener en cuanta algunas cuestiones como:
- Evaluar capacidades concretas, no edades arbitrarias.
- Promover procesos de acompañamiento profesionalizados, no familiares convertidos en jueces.
- Garantizar alternativas reales de movilidad para quienes dejan de conducir.
- Y, sobre todo, reconocer a la persona mayor como sujeto de derechos, no como objeto de cuidado.
Porque la seguridad vial no puede construirse a costa de la autonomía. Y porque una sociedad justa no es la que protege más, sino la que protege mejor, sin caer en prejuicios. Porque envejecer no debería ser nunca una condena implícita a la exclusión. Y la sociedad que de verdad cuida a sus mayores no es la que les protege prohibiéndoles vivir, sino la que les acompaña en sus decisiones con respeto, recursos y escucha activa.