José Antonio Herce (
@_Herce) es
economista y socio fundador de LoRIS (Longevity & Retirement Income Solutions).
Miembro del Foro de Expertos del Instituto Santalucía (
@santalucia_inst)
La evidencia de que la mayoría de los individuos viven más años que sus progenitores y que la extensión de la duración general de la vida se está produciendo incesantemente es abrumadora. No solamente las estadísticas más habituales nos informan de ello, sino que lo experimentamos cada uno de nosotros personalmente y en nuestros círculos familiares, de amigos y profesionales. Cualquier persona de 65 o más años hoy solo tiene que compararse con sus padres y demás familiares o conocidos de la generación de sus predecesores. Descubrirá inmediatamente que, en términos medios, su estado de salud y su misma apariencia personal ha “rejuvenecido” sensiblemente respecto a la que aquellos presentaban a una misma edad dada.
La edad equivalente hoy a los 65 años en 1900 se encuentra entre los 81 y los 91 años. En la actualidad, según el INE, a los 81 años, quedan los mismos años de vida restante que a los 65 años en 1900 (es decir, 9,1 años, unisex) mientras que a los 91 años llega el mismo porcentaje de una generación que el que llegaba a los 65 años en 1900 (el 26,2%).
En esta tribuna, me referiré a los riesgos generalmente percibidos por la opinión pública, los comentaristas de estos fenómenos en los debates mediáticos, los expertos o los responsables políticos. Se habla de riesgos y, cuando se quiere dulcificar algo las connotaciones problemáticas que tiene la expresión “riesgos” se habla de retos. Hay también oportunidades, no solo riesgos, pero a ello dedicaré la siguiente tribuna de esta serie.
Entre la opinión pública, ha calado con cierta profundidad la idea de que nos abocamos a un destino demográfico muy problemático y bastante menos, aunque todos lo experimentamos como una bendición, el hecho de que cada vez vivimos más y, en general, en mejor estado de salud. Ello tiene que ver con lo que explico más adelante sobre el “envejecimiento”, pero se aplica por igual en cualquier debate sobre “longevidad”. Quiero, justamente, quitar de esta última expresión toda connotación problemática de un destino personal que consiste en vivir cada vez más.
Adaptar las instituciones educativas, laborales y previsionales
Aun así, la gran noticia de que nuestra vida es cada vez más larga no está induciéndonos a adaptar nuestras instituciones educativas, laborales y previsionales (jubilación) a esta formidable fuerza. Junto a la demografía, hoy, la otra fuerza de ingente poder transformador es la revolución digital, a la que tampoco estamos adaptando los sistemas recién mencionados con la suficiente rapidez e inteligencia. De esta mezcla de falta de comprensión cabal de lo que pasa y resistencia personal, social e institucional al cambio, y no de las fuerzas demográficas o tecnológicas mismas, surge la extendidísima visión problemática que tenemos de la longevidad (y de la digitalización).
La secuencia “educación-mercado de trabajo-jubilación” es determinante. Abarca prácticamente todo el ciclo vital de un individuo representativo. La vida de este individuo tipo termina cada vez más tarde a medida que se suceden las cohortes y las generaciones. ¿Cómo actuaríamos si supiésemos con certidumbre que vamos a vivir bastante más que nuestros padres? Pues, para empezar, prolongaríamos nuestra etapa formativa para dotarnos de más capital humano; empezaríamos a trabajar más tarde; retrasaríamos la formación de un hogar y la llegada del primer hijo. También sabríamos que “enviudaríamos” a una edad mayor, así como que podríamos incurrir en una situación de dependencia, eventualmente muy severa. Pero a lo mejor no caíamos en que lo adecuado sería jubilarse más tarde o, en cualquier caso, hacer planes financieros y previsionales para afrontar todos estos cambios.
De hecho, aunque seguimos siendo absolutamente ignorantes del momento de nuestro fallecimiento, como nuestros padres lo eran, sabemos que, con probabilidad muy elevada, falleceremos más tarde que ellos. Y esto, consciente o inconscientemente, de grado o a la fuerza, ya lleva tiempo arrastrando muchas de nuestras decisiones más relevantes del ciclo vital, como las que he citado anteriormente.
Percepción social de los riesgos de la longevidad
El proceso anterior sucede no sin problemas, porque, en el plano institucional, llaman la atención las modestas reformas que se llevan produciendo en los planos educativo (y formativo, para el empleo), laboral y de las pensiones o de los cuidados de larga duración. Lo que no facilita la vida de los ciudadanos. Como es natural, la opinión pública solo ve aspectos problemáticos cuando los ajustes necesarios no se hacen con la suficiente premura y/o entidad. Por la sencilla razón de que se saltan las costuras de la realidad cotidiana de cada uno. De ahí la percepción social de los riesgos de la longevidad.
Una percepción social que también se alimenta del debate mediático o mediado por opinadores, más que por expertos, en el que no abundan ni el esfuerzo pedagógico ni la síntesis divulgativa de las opiniones científicas sobre las implicaciones de un fenómeno demográfico tan extraordinario como es el de la creciente longevidad. Frente a él, hablar solo de riesgos cuando, además, no se está haciendo ni lo justo para afrontarlos es lo siguiente a irresponsable.
Uno de los elementos que, culturalmente, más hunden a la sociedad hacia esta híper-percepción de los riesgos, es la confusión continua entre “longevidad” y “envejecimiento”. No son lo mismo. Al confundir ambos conceptos o, lo que es peor, utilizarlos indistintamente, se cuela la natalidad por la puerta de atrás de la longevidad.
La longevidad consiste en que cada vez vivimos más, cada uno de nosotros y nosotras y esto no tiene nada que ver con la natalidad. Su mejor indicador es la esperanza de vida (al nacer y a cualquier otra edad) y este indicador del “individuo representativo", es decir, la inmensa mayoría de los individuos. En él, la natalidad no tiene parte alguna.
El envejecimiento, por el contrario, se refiere a que la edad media de una población cualquiera aumenta. Aparte de al hecho incontrovertible de que cada año que pasa, y seguimos vivos, tenemos un año más y eso significa (por ahora) que somos un año más viejos (aunque varios meses más jóvenes, justamente por la longevidad). El estadístico al que se acaba de aludir (la edad media de la población) podría igualmente disminuir reflejando el “rejuvenecimiento” de la población. Ello sería posible porque con la expresión “envejecimiento” se alude directamente a la distribución de edades del conjunto de la población y en la edad media pesan todos los grupos de edad, de forma que, en una sociedad con pocos nacimientos, las edades jóvenes están menos representadas, la edad media es más elevada y tiende a aumentar mientras no haya un reemplazo generacional pleno a medida que aumenta la esperanza de vida.
Impacto de la baja natalidad
La natalidad en descenso, por lo tanto, aun no teniendo nada que ver con la longevidad, puede crear un escenario de escasa renovación generacional en el que la falta de adaptación de las instituciones a la creciente longevidad, a la que se ha aludido en esta tribuna, ya de por sí generadora de riesgos para la sociedad, acabe exacerbando estos riesgos por la menguante posibilidad de trasladar estos riesgos a las generaciones más jóvenes como se hacía en un pasado no tan lejano.
Negar el riesgo que, para una sociedad dinámica, representa el colapso de la natalidad es una grave irresponsabilidad. Pero también lo es llamar “suicidio demográfico” a la situación actual de baja natalidad. Cada vez más demógrafos y otros científicos sociales opinamos que la situación demográfica actual es la mejor que jamás ha vivido nuestra especie. El colapso de los nacimientos es tan improbable como la posibilidad de vivir eternamente o, más bien, ambos son equiprobables, y su probabilidad es cero. En un cierto sentido, el tiempo de vida de los niños que nacen de menos por la baja natalidad equivale a los años de vida que ganamos cada década quienes poblamos el planeta. Una percepción holística del fenómeno demográfico es necesaria para discernir las oportunidades que brinda la longevidad y cómo materializarlas.
Porque, de verdad, ver la longevidad como un problema es mirar hacia el lado equivocado de una divisoria que separa la escasez de la abundancia.