La historia de quienes cuidan a un ser querido con Alzheimer
Nina GramuntViernes 2 de julio de 2021
ACTUALIZADO : Lunes 20 de septiembre de 2021 a las 17:52 H
5 minutos
Viernes 2 de julio de 2021
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Hace más de un siglo que el Dr. Alois Alzheimer presentó en un congreso el caso de una paciente que mostraba signos y síntomas de una enfermedad hasta entonces desconocida y que, años después, fue bautizada con el nombre de este psiquiatra y neuropatólogo alemán. En 1901, la señora Auguste Deter había empezado a presentar cambios conductuales con delirios y grave confusión, sumados a una progresiva alteración de memoria y otras funciones cognitivas que ya venían sucediendo desde un tiempo atrás. La dificultad para hacer frente a su comportamiento y la sensación de desbordamiento de su esposo Carl fue lo que motivó la visita al hospital de Frankfurt en el que fue atendida por el Dr. Alzheimer, y donde quedó ingresada. Carl, con quien llevaba más de 30 años casada, hizo grandes esfuerzos para costear la estancia de Auguste en el Hospital y compaginar su deseo de visitarla, atenderla y acompañarla, con su trabajo como empleado del ferrocarril. Carl se vio en la necesidad de trasladarla a otro tipo de institución, lo que en la época se entendía como un “asilo”, que le resultaba más asumible económicamente. El Dr. Alzheimer se lo desaconsejó ya que dejaría de estar bajo su atención y asistencia y le ofreció un acuerdo a Carl: que su esposa Auguste siguiera en ese hospital con los costes cubiertos, a cambio de poder realizar él personalmente el seguimiento del caso y la donación del cerebro de la paciente tras su muerte para poder estudiarlo, a lo que Carl accedió.
Esto sucedía en los albores de una enfermedad, rara y desconocida entonces, que poco se presagiaba que se convertiría en uno de los mayores retos científicos, sociales y médicos 120 años después. Se ha hablado y escrito extensamente sobre los hallazgos neuropatológicos que el Dr. Alzheimer observó en el cerebro de Auguste y los registros de su evolución clínica. En ambos aspectos, aún contando con numerosos interrogantes abiertos, se ha progresado mucho en el conocimiento de esta enfermedad.
La historia de la enfermedad, no obstante, ha olvidado que, junto con la descripción de Auguste como la primera persona conocida con enfermedad de Alzheimer, nació también la figura del “cuidador principal”, representada en su esposo Carl.
Como bien refiere el Dr. Jason Karlawish en su reciente libro The problem of Alzheimer’s, en las búsquedas en grandes bases de datos, antes de mitad de los años 70 no aparecía el término “cuidador” (caregiver, en inglés) en escritos de corte académico. Será, dice, porque “de lo que no se habla, no se estudia”. Es a partir de los años 80 cuando se observa una tendencia cada vez más prevalente a emplear el término. Coincide con la época en que familiares de personas afectadas por el Alzheimer crean, en Estados Unidos, la Alzheimer’s Association, entidad pionera que aboga por una mejor atención e investigación para reducir el sufrimiento de las familias. Es también en esos años cuando empiezan a surgir cuestionamientos por parte de economistas, sociólogos y movimientos académicos feministas, sobre el valor del trabajo realizado en contextos distintos a oficinas, fábricas, entornos agrícolas o institucionales. ¿Qué valor tenía el trabajo realizado, eminentemente por mujeres, en el entorno doméstico, siendo el cuidado de familiares dependientes un elemento clave?
Nos hemos habituado a la expresión “cuidadores informales”, pero, ¿qué quiere decir “informal”? Pues, clara y meridianamente, “lo que se ha hecho siempre” y, más específicamente, “lo que siempre han hecho principalmente las mujeres en el entorno familiar”. Aunque, casualmente, el primer cuidador conocido de un familiar con Alzheimer fue un hombre, las mujeres, hoy en día, siguen representando en torno al 70% del colectivo de cuidadores familiares. Y lo hacen en un contexto de servicios de atención y recursos claramente insuficientes. La irrupción de una crisis como la del coronavirus ha puesto aún en mayor evidencia el rol crucial de las personas cuidadoras y la fragilidad de los recursos con que pueden contar. Así lo recoge una encuesta a personas cuidadoras de personas con Alzheimer de la Fundación Pasqual Maragall, realizada tras los meses de confinamiento el año pasado. En ella se reveló que el 61% de los cuidadores dedicó todo el día a cuidar a su familiar con Alzheimer, siendo de 18 horas diarias el tiempo medio de su labor, cuatro horas más que lo estimado antes de la pandemia. Un 36% de los cuidadores indicó que no compartió la labor con nadie y un 21% se ocupó además de la atención a otra persona. Además, un 45% de los encuestados percibió un empeoramiento de su propia salud, física y mental. Y es que, en los costes asociados a las demencias no se suelen contemplar aquellos llamados “intangibles”, como la reducción de la calidad de vida tanto de las personas con demencia como de sus cuidadores, o los problemas de salud que desarrollan quienes cuidan y el consecuente coste sanitario, o el forzoso recorte de gastos o consumo de ahorros para cubrir las necesidades del familiar enfermo.
Otra encuesta, realizada para conocer la opinión de la población española respecto a esta enfermedad, refleja que el 68% de la población considera que a la gente le incomoda hablar de la enfermedad de Alzheimer y que la mitad opina que la sociedad no es consciente del impacto que tiene el Alzheimer en las personas afectadas y en sus familias.
A la vez que se conoció la enfermedad de Alzheimer, se obvió la existencia de un familiar que se veía desbordado por los cuidados que precisaba su ser querido afectado por ella. Hoy en día, más de un siglo después, esta figura está poco reconocida socialmente y la atención que reciben las personas cuidadoras es claramente insuficiente y, en gran medida, dependiente del asociacionismo y entidades no gubernamentales. Queda mucho por hacer para visibilizar, reconocer y apoyar la tarea del cuidado en nuestra sociedad.