Lo hemos oído hasta la saciedad, nos lo han metido en la cabeza desde que tenemos uso de razón: los títulos y los diplomas son importantes, pero la experiencia lo es mucho más. La veteranía es un grado. Todo eso ha saltado por los aires en la sociedad actual. A veces es una cuestión económica, es más barato contratar a un recién salido de una facultad o una formación profesional que a un profesional con largos años de experiencia que se mueve en unos baremos salariales acordes con su trayectoria, que siempre son muy superiores al que accede a su primer empleo. En otras ocasiones, el que debe seleccionar al personal se deja llevar por ese deporte tan español del enchufismo y del amiguismo. Y así nos va.
Así nos va sobre todo en el mundo de la política, donde se ha prescindido de muchas de las mejores cabezas para colocar en listas electorales a mindundis y jóvenes de medio pelo que ni siquiera saben cuántos escaños hay en el Congreso y en el Senado, pero se creen el no va más del mundo porque hablan inglés mejor que los expulsados del circuito y se manejan en las redes sociales como nadie. Creen de verdad, sinceramente, que con esos dos instrumentos, inglés y redes, se arregla el mundo. Sin embargo, como la verdad es siempre tozuda, en cuanto empiezan a ejercer se advierte que no tienen media bofetada y les meten goles por toda la escuadra.
Los que ya no cumplimos los sesenta, afortunados porque hemos vivido la etapa más apasionante de la historia reciente, la Transición, no podemos sustraernos al siempre peligroso ejercicio de las comparaciones. Con el recuerdo de aquellos políticos que aprendieron a golpe de generosidad, patriotismo y dedicación plena a construir una España democrática que necesitaba como el comer superar cuarenta años de dictadura, asomarse al escenario político actual provoca dolor. Dolor, preocupación e incluso angustia. Siempre hay excepciones, siempre se puede encontrar una docena de dirigentes que se toman en serio el trabajo que se les ha encomendado, hombres y mujeres que se han preocupado por aprender y sobre todo por aprender lo que no sabían y que era indispensable para llevar un partido o un gobierno. Pero son los menos. La mayoría de los que se sientan en los escaños, o forman parte de los equipos políticos de la España actual, son como para echarse a temblar. No saben nada de nada de nada, con un poco de suerte han ocupado una concejalía de una capital y, de ahí, pasan a formar parte de un gobierno regional, municipal o incluso del gobierno español. Y pasa lo que pasa, claro, que a la hora de la verdad no saben para dónde tirar, no tienen ni idea de cómo se sale de una situación delicada, no cuentan con los contactos necesarios para apagar un incendio ni la experiencia para superar lo que parece insuperable.
Experiencia. Es la clave. Tenían razón nuestros mayores cuando insistían en que la veteranía es un grado. Y tanto.