Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorJueves 22 de febrero de 2024
3 minutos
El refranero es fuente viva y popular de expresiones orales que la gente recuerda fácilmente, porque entiende sin dificultad su sentido y gusta de aplicarlas como picardía verbal intencionada.
Precisamente por esa comprensibilidad y sarcasmo ha sido referencia y hasta inspiración para reconocidas obras literarias y cinematográficas, como Mucho ruido y pocas nueces, comedia de W. Shakespeare y su adaptación a la pantalla por Kenneth Branagh.
Con ese título y sus muchas variaciones analógicas, se refieren y nominan hasta la saciedad bastantes publicaciones periódicas, novelas de diferentes géneros, coloquios y tertulias varias en nuestro idioma.
Si tomamos ese refrán para dar sentido a una persona o a un valor material determinado, respecto de ser su condición de mucha importancia aparente, cuando su realidad es insustancial, estamos haciendo crítica bufa y, en ocasiones, despectiva del personaje, o el desprecio del objeto por inapropiado.
También es repetido el caso de darse publicidad de cosas y servicios con grandes apariencias de calidad y conveniencia, de prestancia y belleza, de economía y ahorro y demás virtudes comerciales que, al rascar su realidad, se desvanece lo anunciado. ¿Les suena algo?
No digamos, por ejemplo, de la magnificencia del discurso político al gusto, de hoy y de siempre, prometiendo fresas con chocolate de postre para todos y cada día, o el maná bíblico subvencionado para siempre.
Al parecer, el ruido y las nueces se emparejan de antiguo debido al usarse en algunas celebraciones tirar los frutos al suelo por el ruido que hacían al golpearlo y, según su contundencia, al quebrarse.
Y sabemos bien, además, que romper una nuez cuesta darle un buen golpe con algo duro o tener que usar un utensilio ideado a propósito y que suena mucho normalmente, para obtener poca recompensa.
Tenemos al ruido como un sonido desagradable y al son, su antagónico, como lo contrario, grato y satisfactorio al oído.
Es lógico entonces que sintamos placer al escuchar música y nos moleste tener que soportar ruidos, sean bajos como el runrún de fondo o estrepitosos de obras y sirenas.
La deseable calma que estimula la convivencia ciudadana viene siendo alterada más continua e intensamente por las nuevas costumbres sociales.
Para nada cuentan las cumplidas ordenanzas municipales que regulan el ruido por horarios y decibelios, que debieran impedir las molestias del sonido ingrato y doloso ahora inmunes.
Actualmente les parece bien a muchas gentes que se arme ruido feliz, bronca amiga y alegría desbordada en situaciones de entretenimiento y celebración, importe poco o mucho su resultado.
Novedad que está relevando a sanas costumbres de respeto y agradecimiento manifestadas con palmas y algún viva. O con prudentes pitos y exclamaciones de descontento.
Parece aceptarse lanzar gritos, otrora insultantes, como piropos de nueva orientación de apoyo al éxito.
Es corriente ulular desde la platea, el tendido y la grada, con griterío desaforado para felicitar al actor y al deportista que merece ese premio de los espectadores.
Ya no importa hablar gritando o chillar por la calle. Nada impide que se vocifere en horario tardío en terrazas.
No preocupa molestar al vecino que merece descanso nocturno, si tengo que mover mis muebles o me gusta escuchar mi música preferida a todo volumen.
¿Cómo podríamos calificar esa clase de ruido?
Entretanto me acostumbro, que no creo se corrija, yo voy a seguir cuidando mi dieta cascando frutos secos.