Octavo día: el paso del tiempo comienza a hacer mella en las emociones
Fernando QuintelaLunes 16 de marzo de 2020
5 minutos
Lunes 16 de marzo de 2020
5 minutos
El paso de los días comienza a hacer mella en las emociones. Pasaron los primeros momentos de risas, memes, personajes ingeniosos a todas horas. La verdad es que aliviaron, y alivian, esta situación tan inexplorada y desconocida para el ser humano. Ya somos conscientes también de que esto va para largo y de que las cosas no volverán a ser como eran; ojalá sean mejores.
Se disparan las especulaciones, los que creen y leen en Nostradamus profecías que en realidad no lo son, porque es imposible a no ser que las setas que se comiese el personaje en el siglo XV fuesen más fuertes que las que cultivan o recogen algunos paisanos no muy lejos de aquí. Pero entiendo que en momento de crisis cualquier excusa es buena aunque sólo sea para generar conversación y controversia, que es lo que añade sazón a las conversaciones poco ilustradas, que son las que tenemos la mayoría de los mortales. Determinadas iglesias aprovechan el caos para lanzar mensajes que puedan enganchar adeptos: esto es una enfermedad que Dios nos manda para que aprendamos a quererle porque “Dios quiere vernos unidos en la oración”. Bueno, cada uno busca el refugio donde más cómodo se encuentra.
Los días pasan y a veces el ánimo decae. Cuando estás enfermo, cuando tienes fiebre, cuando a veces tienes tanto frío que no te puedes mover, cuando te despiertas y ves que la tos no se ha ido y además te duelen los ojos, cuando notas que en determinados momentos sólo te sale un hilillo de voz… es inevitable sentir un poco de desamparo. Luego se pasa, es cierto. Basta con un simple pero complicado gesto. Iñigo te llama por teléfono y te dice: “oye me voy a acercar a tu casa y te llevo un poco de comida casera”. Aunque no pase de la puerta y nos hablemos a cinco metros de distancia, aunque no nos podamos tomar un vino cara a cara, pero esos minutos de conversación a lo lejos y el detalle de que un amigo se acordado de ti cuando ha hecho en casa una buena sopa, compensa los momentos de caída. Ayer me sucedió y, la verdad, esa sopita con pollo y patata me puso a tono por la noche. Me quedé feliz, y más aún cuando también ayer, mi Compay Fredy me llamó para decirme “hazme la lista de la compra que mañana voy a Mercadona”. Y esta mañana temprano estaba aquí con todo lo que necesitaba.
Parecen declaraciones de un “hombre blandengue”, como diría el mítico e inigualable Fary, pero las machadas se las dejo para otros, que seguramente lloran a escondidas porque la sensibilidad es cosas de débiles.
Yo confieso que ayer me quería confesar. No en modo apocalíptico ni pidiendo la extrema unción, sólo faltaría, pero cuando pasas tantas horas sin compañía, encerrado por imperativo legal entre cuatro paredes, te asaltan recuerdos y situaciones no precisamente justas que has vivido. Me acuerdo de amigos que ya no están, como mi querido Jose, a quien días antes de serle diagnosticada la enfermedad que se lo llevó por delante en apenas 3 meses, hice responsable de un desastre que me pertenecía a mi. Aunque él hubiera participado, pero dejé caer todo el peso sobre él. No pude pedirle perdón, me dediqué a cuidarle hasta el último día creyendo que le consolaba y a mi me ayudaba, pero no le pedí perdón de forma abierta y mirándole a los ojos. Jose, te pido perdón.
También quería confesarme por comportamientos inadecuados, por mi soberbia, por mi exhibicionismo en la búsqueda del aplauso, del reconocimiento de los demás, por el abuso de las oportunidades maravillosas que la vida me brindaba en un momento. En realidad, y esto no me disculpa, todo es fruto de una personalidad llena de complejos e inseguridades que no viene al caso contar, sería demasiado extenso. Y lo mejor, la vida me sigue brindando oportunidades maravillosas.
Y aquí estoy, confesándome a mi manera y pasando ya mi octavo día de encierro. Hace unos años, estando en el paso fronterizo entre Senegal y Mauritania, un pequeño infierno llamado Rosso, observaba a unos moros mauritanos en cuclillas en la puerta de su chamizo. Al sol. Todo el día así excepto cuando llamaban a la oración. Estaba acompañado por un amigo arabista, una mente privilegiada, y le pregunté casi indignado “¿qué sentido tiene la vida para esta gente?¿merece la pena vivir así? Su respuesta fue nítida: “Fernando te pido por favor que ni te lo plantees porque puedes acabar loco. Su vida tiene tanto sentido para ellos como para ti la tuya”. Ayer hablaba con este amigo y le recordaba aquel episodio. “Lo ves, hazte esa pregunta ahora”.
Hoy he atendido llamadas, he hablado con mis hijos, he discutido en la distancia con algún hermano, sin importancia, y me he puesto a cocinar para dejar hecha alguna cosa. He tratado de hacer llamadas de trabajo pero me he encontrado con escasa o nula respuesta y con la gente emplazando “a cuando acabe todo esto”. Normal.
Cada día leo y veo menos información relativa al Coronavirus. La justa para estar bien informado y saber cómo actuar cuando lo necesite, pero la sensación del “día de la marmota” me empieza a generar rechazo.
Hoy he leído al médico más sensato de todos a quienes he tratado de seguir estos días. Es Quique Caubet, del Hospital Val d´Hebron. Ha dado la información más completa y mejor explicada que he visto hasta el momento. Ha sabido explicar que TODOS vamos a estar infectados en los próximos tres meses y lo ha hecho de forma responsable y transmitiendo serenidad. Gracias Quique Caubet. Búscale si no lo has leído ya.