Lola tiene sesenta y bastantes y su marido Alfonso alguno más. Como tantas mujeres de esa generación, Lola se las ha arreglado para trabajar como funcionaria cinco días a la semana, criar y educar a tres hijos y tener la casa en condiciones con la ayuda de una asistenta. Cuando el primero cumplió 15 años dijo a sus criaturas que había llegado el momento de echar una mano: la asistenta solo iría dos mañanas.
Alfonso, por supuesto, jamás entró en la cocina, ni se le pasó por la cabeza hacer la cama, y vivió pensando que sus camisas se lavaban y planchaban solas y se autocolgaban del armario en cuanto estaban listas.
El encierro les ha pillado sin asistenta, solos y jubilados. Lola, sin ponerse en jarras ni pronunciar una palabra más alta que otra, le explicó a Alfonso que a ella también le gustaba la tele y las series de Netflix, y leer una buena novela, y que ya iba a siendo hora –se lo dijo con mucho cariño– de que asumiera que la casa era cosa de dos cuando solo estaban dos, sin oficina a la que acudir ni lecciones que preparar. Él era profesor universitario.
Alfonso, porque se aburría, porque sus dos hijos varones ya trabajaban en sus casas en igualdad de condiciones que sus parejas o porque había asumido que los tiempos cambiaban –aunque nunca se planteó que él debía cambiar también– le contestó a Lola que le parecía muy bien, pero que primero tenía que enseñarle dónde estaban las cosas. “¿Qué cosas?”, le interrumpió Lola. “El cubo de hielo, por ejemplo”. “¿Sabes al menos dónde están las copas, las fuentes, las sábanas limpias, las vajillas que no son de diario, las copas , las jarras…?”
No. Debía pensar que, como ocurre con Siri, aparecían por arte de magia cuando pronunciabas su nombre. Pidió a Lola, humildemente, que le explicara cómo funcionaba la aspiradora, la lavadora y el lavaplatos y pidió también a su mujer –por no decir suplicó– que le eximiera de la plancha. Pero en cambio sí le apetecía aprender algo en la cocina. Veía el programa de Arguiñano y no solo le parecía fácil, sino incluso divertido. “Excepto limpiar pescado; eso no, por favor”. Quedó encantado cuando le explicó Lola que no hacía falta, que lo limpiaban en la pescadería y además en el súper ya había bandejas con pescado listo para el horno, la cazuela o la sartén.
Palabra de honor: Alfonso solo había ido al súper a comprar cervezas, vino y aperitivos. Nunca había visto bandejas con pescado.
Historia real como la vida misma. Algo bueno tenía que traer el confinamiento.