Tengo una amiga que se crió en un kibutz, en los tiempos en los que eran la fórmula más cercana a los principios de un socialismo bien entendido.
Todos los habitantes tenían trabajo en el propio kibutz, sus viviendas eran prácticamente idénticas y las necesidades esenciales estaban cubiertas. Comedores comunitarios, colegios y guarderías que finalizaban al medio día para que los hijos pudieran convivir con los padres, y un dormitorio especial para los bebés, perfectamente cuidados. Era la manera de que los padres descansaran, ya que debían trabajar al día siguiente. Quien necesitara un frigorífico, ventilador, un armario o cama lo pedía a un consejo que estudiaba la solicitud y, si debía atenderse, se atendía. La libertad para irse era total, a los 18 años todos los jóvenes se marchaban para incorporarse al servicio militar obligatorio y, al terminarlo, volvían se buscaban la vida fuera del kibutz. Como quisieran.
Ese modelo sigue existiendo, aunque algunos kibutz se han convertido en auténticas empresas de tecnología o de investigación. Otros acogen manufacturas e industrias de diversos sectores. Algunas de las investigaciones médicas y científicas más punteras se han hecho en esas particulares comunas.
Mi amiga, tras incorporarse al ejército al cumplir la edad, no volvió porque se casó muy joven, aunque visitaba 'su casa', porque lo era, con mucha frecuencia, porque allí vivía su padre. Un hombre que murió con casi cien años, y que nunca dejó de trabajar porque ni se le pasaba por la cabeza estar mano sobre mano cuando su salud era perfecta y se sentía fuerte como un toro. ¿En qué trabajaba? Pues en lo que consideró el consejo del kibutz que más le convenía en función de su edad: no tenía ya la habilidad necesaria para realizar las tareas en un taller al que había dedicado su vida, pero sí se le encontró allí una función. Los hombres y mujeres no tenían mucho tiempo para recoger los restos del material que utilizaban , y el padre de Sofía, mi amiga, se encargaba de ello.
De esa manera no solo se sentía útil –fundamental– sino que mantenía la cabeza perfectamente ordenada porque estaba obligado a recordar dónde debía guardar cada cosa, al mismo tiempo que hacía ejercicio andando por el taller para que nada quedara fuera de su sitio y agachándose para coger los objetos pequeños que se habían caído al suelo sin que nadie se diera cuenta, tornillos, pequeñas herramientas, cables que podían ser reutilizados …
Murió feliz, cuenta siempre su hija. Se sintió necesario hasta el final de sus días.