Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorMiércoles 20 de marzo de 2024
3 minutos
En mis veranos infantiles de golosas meriendas, mi abuela Jacinta solía preparar sobre una cumplida rebanada de pan amasado en casa, una densa capa de nata obtenida del relajo de la leche -pura- de vaca, que ella misma ordeñaba en la cuadra de su casa. El espolvoreo del azúcar -quizás de la remolacha cultivada cerca- abrillantaba el tenue amarillo de aquella bendición de alimento.
De tanto en tanto, cada vez más a menudo, se me despiertan añoranzas, al modo de un resorte parachoques, frente a alguna información presente que me rasga el ánimo. Y con ello, me surge un tipo de título que me resulta fácil asociar a una reflexión de las que gusto en escribir. En esta ocasión será sobre “la puridad”.
Por eso, ante tanto despropósito de los quehaceres humanos de nuestros días, que empañan la bondad de tantas otras cosas y acciones que enorgullecen a quienes están por las conductas ordenadas y las misiones realistas, prudentes y bien hechas, me parece oportuno referirme a este valor moral especialísimo.
Ya saben mis lectores de mi afecto y socorro a nuestro DRAE. En esta ocasión, ir de la cualidad del término al refugio original del vocablo puro y deleitarse con el significado de sus ¡ocho! primeras acepciones, es puro -sí, lo reitero- deleite. Es sentir como si se te humedeciese la comisura de los labios.
Cuantos y tantos actos personales, ocasionales o repetidos, debidos o por crédito de sus otros congéneres, se practican insensiblemente a su capacidad de perfección, estima, diligencia, desinterés, provecho, y todo lo que nos humanizaría.
De qué forma y consideración asumimos como normales y verdaderos esa multitud de cosas y servicios que, quienes necesitan de nuestras compras, se encargan de hacerlos atractivos usando tantos sinónimos de lo puro -hasta 12 he contado- para “ayudarnos” a ser disfrutados. ¿Qué nivel de honestidad tienen?
Las religiones, todas ellas sin excepción, buscan y promueven la práctica de la pureza, así como la condición de puro, como la vía y mérito de la santidad o, cuando menos, la bonhomía. ¿Estamos, sus practicantes, limpios de sus postulados?
Quienes más se apoyan en las cualidades de pureza que dan lustre a comportamientos sociales bien recibidos ¿verdaderamente estarán “al cabo de la calle” o sencillamente les bastará ser beneficiados, o quedar bien en su contexto?
Si desconsidero a los pasotas y a los alejados de cualquier estima por la natural convivencia humana, estoy convencido que no encontraré a nadie que no prefiera lo puro, conocido y probado, a lo meramente bueno, muy bueno y hasta excelente, porque solo la puridad -de lo que sea- es la perfección de la conducta y del objeto.
Sin embargo, tengo para mí que esa tal pureza, ese valor magnífico del mérito moral humano en todas sus variantes, que tiene un denominador común que llamamos “el bien”, no está al alcance de todas las personas, porque ser puro, casto, honesto, etc., tiene tal precio y tan poca mercancía, que anda muy escaso.
Algo no está yendo bien entre nosotros para que las “meriendas a la moda”, solo tengan de puro -natural, orgánico, biológico, limpio, democrático y bla, bla- lo que así rece en el envoltorio del producto final, o el de sus ingredientes, si nos hacemos el bocadillo en casa o nos llevamos un táper, y lo sepamos y aceptemos confundirnos sin remedio.
Mucho me parece que, según escucho y leo en estos últimos días, en los próximos venideros el recurso a la puridad va a tomarse una indiscreta ausencia en estrados, atriles, abrazos y aplausos y otra vez más se va a superar la utópica lejanía del deseable aroma de limpieza y honestidad en los asuntos públicos.