Respiramos mal. Lo hacemos constantemente, pero como no nos hemos molestado en aprender, lo hacemos de manera deficiente. Y hay que insistir en que de una correcta respiración depende en gran parte una buena salud.
Partamos de la base de que en muchísimas ocasiones, por una comodidad mal entendida, respiramos por la boca. Y eso se traduce en que además de llevar a nuestros pulmones un aire que no está en las debidas condiciones, en un riesgo claro de faringitis.
Nuestro organismo está preparado para recibir el aire por la nariz, que dispone de lo necesario para cumplir las tres funciones que tiene encomendadas: filtrar el aire a través de los pelillos y conductos que posee, humedecerlo a través de su mucosa y, por último, atemperarlo para que al llegar a los pulmones no esté ni excesivamente frío, ni excesivamente caliente.
Por si fuera poco, esa mala costumbre de respirar siempre por la boca puede acabar deformándola o forzando a posturas nada aconsejables.
El oxígeno
La vida gira alrededor del oxígeno, que está contenido en la atmósfera en una proporción constante: el 21%. Cuando respiramos, tomamos oxígeno del aire, para que la sangre lo transporte a todos los rincones del organismo, a través de su circulación. De paso, la sangre recoge los restos que las células producen. Los glóbulos rojos son auténticos repartidores de oxígeno. Son los encargados del intercambio gaseoso necesario para la vida. Ellos llevan el oxígeno a todas las células y recogen los productos de deshecho, el gas carbónico. Llegan a los pulmones, depositan allí el gas carbónico y vuelven a cargarse de oxígeno para repetir el viaje una y otra vez.
En los pulmones es donde se produce ese intercambio de gases. En síntesis, el aire penetra -debe penetrar- por la nariz. Por la tráquea llega a los bronquios, que llevan cada uno a un pulmón. Los bronquios se van dividiendo en ramificaciones cada vez más pequeñas que acaban en el tejido pulmonar. Ese viaje del aire se produce de forma constante.
Los pulmones están prodigiosamente concebidos. Tanto, que si los pudiéramos desplegar ocuparían una superficie cuarenta veces mayor que la de nuestro propio cuerpo. Una superficie de más de 80 metros cuadrados. O para tener una imagen más clara: como una pista de tenis. Cada minuto, la sangre da varias vueltas por todo nuestro organismo. Aproximadamente movilizamos en ese minuto unos 20 litros de sangre. Y cada litro lleva aproximadamente 160 centímetros cúbicos de oxígeno.
Puede comprenderse que toda la vida, todo tipo de vida, gira en torno a ese preciado gas. Pero pese a su importancia, no se nos ha enseñado a utilizarlo en su plenitud. Normalmente respiramos por la boca y de forma muy superficial. Una respiración correcta nos proporciona mayor cantidad de oxígeno; pero tendemos a una respiración apical, es decir de la parte alta de los pulmones. Y debería ser de tipo distal o basal. Es decir de la parte baja de los pulmones, que además moviliza los músculos del tórax. Al desplegarlos por decirlo así, las costillas hacen expandirse a los pulmones, con los que estos demandan más cantidad de aire. El intercambio se hace de forma total. Con la vida que llevamos, el sedentarismo del trabajo, la falta de movilidad, pocas veces llegamos a activar esa zona pulmonar que es, además, la más vascularizada.
Otro modo de respiración muy interesante es el diafragmático, es decir movilizando diafragma, iniciando el despliegue pulmonar desde su base, con lo que activamos toda la masa pulmonar.
Pensemos: la superficie de los alvéolos pulmonares que se inundan de oxígeno en cada respiración se estima, para el adulto, en 80-90 metros cuadrados. Los capilares sanguíneos del pulmón donde se efectúa la recarga del oxígeno, tienen una superficie de 140 metros cuadrados.
La agresión del tabaco
Un fumador medio aspira unas doscientas chupadas al día, lo que significa que cada mes aspira humo unas 6.000 veces. Al año, porque en esto no suele haber vacaciones, son 72.000. Es decir que un fumador de 45 años que haya empezado a fumar a los 15 ha inhalado más de dos millones de veces el humo del tabaco.
Así que por los pulmones del fumador pasan miles de litros de aire tóxico que van destruyendo ese preciso mecanismo que decíamos al principio. La consecuencia es que el calibre del bronquio y de sus cada vez más estrechos conductos se va haciendo menor. La respiración se hace sibilante. Más de un fumador habla de que tiene como un gato en la garganta.
Pasa el tiempo. Pasan muchos pitillos. Y entonces esa tos y esa fatiga por cosas pequeñas, como andar un poco más deprisa, se van a hacer habituales. Y el final será la insuficiencia respiratoria. Al no ventilar bien, los pulmones se van distendiendo y los alvéolos se llenan de aire que no sale. Incluso, los alvéolos, distendidos, van rompiendo sus paredes. Imagínense una esponja que se fuera rompiendo por dentro y perdiera su capacidad de absorber. Así queda el pulmón destruido por el enfisema o por la obstrucción.
Tenga en cuenta que la edad reduce la capacidad pulmonar. Si la sangre de un hombre de 20 años recibe 4 litros de oxígeno por minuto, la de un hombre de 80 años, apenas 1,5.