Sería deseable que se establecieran escuelas para aprender a envejecer. Porque resulta dramático que solo dos de cada cien ancianos españoles tenga una visión positiva de la vejez. Los demás consideran que sobrepasar la tercera edad es algo negativo. Uno pierde fuerzas, uno no se siente como antes, uno no está bien, uno ve la muerte cerca. No hay sitio para esa otra visión de que cuando se cumplan los 65 se va a tener todo el tiempo para si mismo, para hacer todo aquello que alguna vez soñó, y que fue aparcando en algún rincón del cerebro para eso, para cuando tuviera tiempo. Algo falla. Porque la vejez no llega de golpe. No es verdad que uno se levante un día, se mire al espejo y saque la conclusión inmediata: "ya soy viejo".
No. No se envejece de repente... Es todo un proceso. Hacia los 40, se piensa que ya a partir de ahí, hay una meseta y comienza el declive. Que lo que no hayas sido o estés siendo, ya no lo vas a ser nunca. Luego se cumplen los 50 y salvo que escondamos la cabeza, nos invade la seguridad de que ya hemos pasado el ecuador de nuestra vida. Pese a todo, nos sentimos jóvenes. Por dentro se sigue considerando como siempre. Por fuera, es como si las partes del cuerpo pesaran más, y se fueran descolgando un poquito. Se nota sobre todo cuando vemos fotos de hace algunos años.
En la mujer, la crisis se viste de otra manera: coincide con la menopausia. Su labor en la casa se valora poco, porque el marido ya vive mucho más hacia afuera que hacia dentro. Y hasta el dialogo está ya lleno de rutina. Los hijos ya son mayores; se van de casa. A veces, rompiendo tradiciones y costumbres que no se comparten, pero se soportan. Y llega la menopausia. De pronto, la mujer, ama de casa, esposa y madre, se encuentra con que esos valores desaparecen de forma simultánea. Lo de madre queda anulado por la menopausia y se transforma en sofocos, en problemas de sueño, en alteraciones que no le gustan. Lo de esposa queda sustituido por la costumbre de estar en el hogar. Y lo de ama de casa se transforma en cocinera de lujo, ya que la casa ya no es lo que era, está casi vacía, y además ya se da valor a otras cosas. No hay –¡quién lo iba a decir!– aquella pasión por tener los armarios tan sumamente ordenados.
Hay, además, algo mucho más significativo. Vamos quitando alas a todo lo que es proyecto. Como si además de poner gafas a nuestros ojos de mirar, pusiéramos gafas también a nuestros ojos de soñar. Y en vez de proyectar, de imaginar, de pensar en el futuro, nos fuéramos apagando y tras unos años de solo ver presente, dedicáramos después nuestro tiempo a recurrir al pasado. A recordar, vestidos de nostalgia lo que quisimos ser, lo que fuimos o lo que creímos ser.
Quizá empezamos a ser viejos cuando empezamos a preocuparnos por no parecerlo. Hay muchos síntomas de vejez. Quizá el primero sea ese convencimiento íntimo que te indica que muchos sueños son vanos, porque esa otra vida que algunas veces imaginaste, ya nunca podrás llevarla a cabo.
En cualquier caso, la vejez nunca llega de repente. Y por eso deberíamos aprender a envejecer. Nos entrenamos en nuestra vida para muchas cosas, menos para esa: para ser mayor. Podríamos haber dedicado un minuto diario, durante los últimos 50 años, a meditar sobre ese futuro que ya es nuestro presente.
Así, podemos cambiar la mirada sobre nuestra propia senectud. Y lo mejor es tenerla presente. Además, ver como se envejece es aprender a envejecer. Y ver con la mirada de sentir lo positivo; esa tercera edad, y esa cuarta edad pueden estar llenas de reflexiones útiles, de consejos y de miradas desde la experiencia y desde la atalaya de los años...
En la vejez eres el dueño absoluto de tu tiempo. Y que no hayamos aprendido a utilizarlo, parece un contrasentido. Por eso creo que asumir el empeño de aprender a envejecer es muy interesante.
Hay que inclinarse por el título de estas líneas: yo estoy estudiando para viejo.