Hablábamos hace muy poco tiempo en estas páginas del olfato y cómo los cambios hormonales podían influir en él. Ese tema nos brindó la posibilidad de plantear por qué huelen las cosas y de los problemas que puede acarrear la pérdida del olfato. Esa pérdida puede afectar hasta a un 3% de la población, porque cualquier trastorno orgánico puede tener reflejo en la capacidad de oler.
El abuso de descongestionantes nasales está casi siempre en el origen de este trastorno. La recuperación depende de la causa y, sobre todo, del grado de destrucción si ha sido por algún tóxico. Cuando se debe al abuso de inhaladores es difícil la recuperación. Porque la toxicidad destruye las células a partir de las que se regeneran las células olfativas propiamente dichas. Si es por una infección bacteriana. tiene mejor pronóstico. Si la pérdida se produce por problemas alérgicos o porque hay pólipos, tratadas las causas, suele recuperarse el olfato sin problema. Pero muchas de las causas son de origen desconocido.
El problema es que la pérdida de olfato conlleva en buena parte, la pérdida del gusto. Por eso, un acatarrado no saborea la comida. Aunque es la lengua la responsable del gusto, no es desdeñable el papel que desempeña el paladar, la garganta y en la epliglotis. De hecho, esa conjunción olfato-gusto se establece en esa zona y es lo que llamamos “retrogusto”.
La lengua está recubierta por la mucosa lingual, que es donde residen las papilas gustativas. Al tomar un helado, por ejemplo, por la punta de la lengua se reconoce que está dulce. Al mezclarse con la saliva, distribuye el sabor por toda la lengua. Por un nervio se reconocen los sabores; por otro se identifica la temperatura, el tacto y la presión; y otro regula la cantidad de saliva necesaria. Por los poros de la lengua llega ese gusto hasta la papila. Allí se recibe el sabor, que después el nervio lleva hasta el cerebro que, por comparación y según su archivo, dice: ¡chocolate!
Hay cuatro sabores básicos: dulce, salado, agrio y amargo. Se ha añadido un quinto, el llamado umami, que podría compararse con algo entre dulce y salado, muy característico de la cocina oriental. Con la punta de la lengua se reconoce lo dulce y lo salado. El amargo queda para el fondo. Los laterales informan sobre lo agrio. Son zonas no muy determinadas porque todas ayudan. Y, sobre todo, porque prácticamente no hay nada que sepa sólo amargo, que sepa sólo a sal o sólo a dulce. Como ocurre con el olfato, reconocemos los sabores porque el cerebro los va archivando y luego para identificarlos, los compara.
Todo lo que afecte a cualquiera de las estructuras influye en ese gusto. Y sobre todo, los problemas nasales y, temporalmente, algunos tratamientos médicos.
Los dos sentidos –gusto y olfato– los vamos perdiendo con la edad. A los 70 años olemos aproximadamente la mitad que cuando teníamos 20. Y según vamos avanzando en años, preferimos las cosas más dulces y más saladas. Es decir, necesitamos que se acentúen los sabores.