Es el primer eslabón de la cadena. Es el médico de familia, que además se convierte muchas veces en consejero, confesor, confidente... Y en un momento en que la medicina, impulsada por las nuevas tecnologías, parece ganar mecánica y perder humanidad. Por eso queremos rendirle al médico el pequeño homenaje de esta columna. La velocidad social va creando la idea de que el hombre es una máquina compleja que puede alterarse y que necesita reparación. Y soterradamente se abre el concepto de que esa máquina humana necesita casi más a un ingeniero que a un médico. Por si fuera poco parece imponerse el criterio de que el individuo averiado tiene que ser reparado de manera inmediata para que pueda reintegrarse cuanto antes a su sistema de producción.
(Un punto para pensar: en el paciente va desapareciendo la sensibilidad para captar algún sentido a la enfermedad. La resume en una incómoda avería. No se da cuenta de que la enfermedad hace olvidar el reloj de todos los días. No le sirve para mirar su propia naturaleza, ni para situarse ante sus permanentes interrogantes. No le es útil, siquiera, para recordar su real fragilidad).
Así, la enfermedad se convierte en un molesto proceso que el técnico debe arreglar lo más rápidamente posible. El centro sanitario pasa a ser una especie de garaje y su organismo un engranaje más o menos perfecto que necesita un nuevo ajuste. Y pide que por vía medicamentosa se le cure todo; desde el estado de ánimo, hasta el más mínimo problema físico. Ha calado en el paciente la idea que le lleva a no admitir siquiera que le duele la cabeza. ¿Cómo es posible, se pregunta, que me duela la cabeza a mi, ahora, con una tecnología que ha creado Internet o que ha descifrado el genoma? ¿Cómo es posible que duela una pierna... si ya se puede ver y dominar el mundo desde una pantalla de televisión?
Lo más curioso es que no se está maravillando de la técnica, sino que está poniendo por encima de cualquier otra circunstancia, ese YO egoísta y primario al que le lleva una sociedad que le hace creer que o eres un YO así de grande, o no eres nadie...
En definitiva, ha llegado a la conciencia del hombre de hoy, la idea de la perfección.
Y el hombre, ingenuo, se lo ha creído. Se ha creído súper hombre. Sin mirarse los pies de barro que a la más mínima lluvia, se deshacen.
Se necesita una relación humana
Por un lado habría que recuperar para el médico el sustantivo de HOMBRE, dicho así, con mayúsculas. Y para el paciente la realidad de lo que es, hombre, como todos los demás. Y así podremos decirle a la sociedad que el trato entre hombres es siempre a través de una relación HUMANA y no de impresos, papeles, volantes, citas previas y escasos minutos de atención.
Lo que ocurre es que a la medicina de hoy se le está pidiendo humanidad desde la técnica. Podrá haber muchos ordenadores gobernando nuestras vidas. Pero nunca habrá una máquina capaz de pronunciar una palabra de aliento y de esperanza.
No habrá técnica que pueda con el dolor ni con la muerte. Por eso, a la hora de la verdad sólo va a haber un hombre que sufre y otro, el médico, que acude en su ayuda. Y basta que uno le pase la mano por la frente para que se establezca ese algo único e insustituible que parte de la confianza. Ese gesto sagrado sirve para que el enfermo se sienta protegido por esa relación humana que debemos reclamar.
Y pensar en lo que muchas veces tratamos de decir con la mirada: "Doctor en su manos queda la enfermedad. A mí, recéteme esperanza..."
Se evitará gracias al médico, ese terreno resbaladizo que trae la enfermedad y que se mueve entre el disgusto y el miedo.