– Papá, ¿a que tu no te vas a morir?
Muchas madres, muchos padres han oído esa pregunta de sus hijos cuando apenas contaban siete años. Y es que los miedos tienen su edad. Es hacia esos años cuando empiezan a tener una vaga idea de la muerte y ese temor inunda en algunos momentos toda su mente y la viste de angustia. Temen que sus padres se mueran. O temen, muchísimo, a los ladrones. Todo ello por la misma idea. Los ladrones y la agresión se identifican con la muerte en cientos de películas que la televisión les lleva. En esos casos, debemos tranquilizarles. Nunca reírse de ellos. Procurar que sepan que los padres están cerca, que no pasa nada. También es en esa época cuando empieza el miedo a la oscuridad. Y en este sentido, no puede obviarse que el miedo es una conducta aprendida. Algo se les ha dicho que les hace identificar lo oscuro con algo digno de temor. Lo mejor es acompañarlos e ir demostrando que no hay nada que pueda realmente causarle ni daño ni temor. “¿Ves? No tienes por que tener miedo. No hay nada, no hay nadie”. Acompañarle, ir con el hacia donde teme para que vea que no existe fundamento para asustarse.
¿Y qué hacer si su hijo se quiere quedar con la luz encendida? Simplemente, dejarla encendida. Pero ayúdele a superar ese miedo. Instale en su habitación una luz piloto. Y si viene hacia usted corriendo y llorando porque ha visto a un hombre de negro, tómelo en brazos y vaya con él a la habitación. Demuéstrele que no hay tal hombre de negro. Pero en ningún caso se ría de él o lo ridiculice. Le puede parecer una traición.
Otra cosa son las pesadillas y los terrores nocturnos. Entre otros motivos, porque suceden a edades todavía más tempranas. Esas pesadillas se manifiestan con un llanto angustioso en pleno sueño. Es la elaboración inconsciente de alguna angustia que el niño guarda. Desde la bruja de Blancanieves, por ejemplo, al lobo de Caperucita, son personajes cuya crueldad –que la tiene , y mucha– el niño asimila y a su manera, elabora. El niño se despierta amedrentado, lloroso. No sabe muy bien por qué y lo explica con medias palabras, o de manera inconexa. La única opción para los padres es dar la mayor tranquilidad. Y nunca ridiculizarle ni decirle que todo es mentira, que es una forma de dejarle en ese ridículo del que hay que huir. Comprensión, sobre todo, acariciarle y comprobar cómo en un mínimo tiempo se vuelve a dormir.
Más alarma pueden producir en los padres los terrores nocturnos. Porque el niño despierta aterrorizado, como sonámbulo, pero sin tener conciencia de lo que ha ocurrido y ni siquiera sabe por qué. Quizá pueda relatar que se caía desde la terraza. Pero dudará. En cuanto pasa, el niño da media vuelta y vuelve a su sueño normal. Al día siguiente no recordará absolutamente nada. Ese es un detalle que no se da en la pesadilla, de la que el niño recuerda por lo menos que algo ocurrió, que soñó algo desagradable, aunque a la hora de contarlo, se encuentre con la falta de coherencia de los escenarios o de los hechos.
En cualquier caso, suele ser más lo que preocupa a los padres que lo que sufre el niño.
Es curioso también anotar que hay épocas en que se producen con más frecuencia. Y son precisamente en las que el niño puede estar sometido a mayor estrés, como al comienzo del curso, a la vuelta de vacaciones, o si hay problemas entre hermanos. Si se repiten con frecuencia es el momento de consultar –sin dramatismos– a un especialista.