Filtra, reparte, separa, divide, multiplica y engrasa, como dice Pablo Neruda en su Oda. Y mucho más hace el hígado, el órgano interno más grande del cuerpo. Por ejemplo, si el corazón es el motor, si el cerebro es el que gobierna, el hígado (y sus auxiliares páncreas y vesícula) es el que nutre, alimenta y mantiene el equilibrio químico que nos permite vivir. Facilita la asimilación de lo que comemos y, entre otras muchas funciones, si necesitamos un aporte extra de energía, nos la da. Porque en su despensa tiene el glucógeno, que es como una hucha para necesidades importantes. Es, en definitiva, el órgano que mantiene en su niveles correctos la glucosa y el que prepara los principios inmediatos para que puedan ser absorbidos por el intestino. Por si fuera poco, es el almacén de sustancias nutritivas esenciales, por si en un momento determinado se necesitan.
Al hígado se le asignan más de 500 funciones distintas en las que participa de manera más o menos directa. Y es, sobre todo, el filtro de la desintoxicación, porque sus enzimas son las que degradan los tóxicos que llegan al organismo, sea alcohol, sea una droga, sea un fármaco... Cada minuto pasa por el hígado más de litro y medio de sangre. Almacena glucosa, es un banco de vitaminas, es la fábrica de colesterol, elabora proteínas para la sangre, produce las sales biliares que actúan como detergente para las grasas; es la depuradora más perfecta, produce coagulantes y, además, es almacén de sangre, como una esponja. En definitiva es una perfecta factoría química a la que obligamos con demasiada frecuencia a hacer horas extras.
Como todo órgano por el que pasan muchas sustancias, está también expuesto a numerosos ataques. Para dar una idea: las hepatitis son las enfermedades infecciosas más frecuentes en el mundo. El virus infecta y destruye la célula hepática, con lo que la función del hígado se altera. Dependiendo de cómo y cuánta sea la infección, así se padecerá.
La célula del hígado produce y guarda unas enzimas que se llaman transaminasas. Por eso, cuando la célula se destruye, las transaminasas, quedan libres. Medir las transaminasas es una forma indirecta de conocer la infección. También se hace un diagnóstico por marcadores de virus en la sangre para conocer el tipo de virus que infecta y la posible solución. Cuando un virus ataca al hígado, produce primero unos síntomas inespecíficos: malestar general, pérdida de apetito, cansancio... Pero deben distinguirse porque la acción de unos es muy distinta a la de otros.
Los virus A y E se transmiten por vía fecal-oral, agua o alimentos contaminados. Están en zonas deprimidas y países de condiciones higiénico-sanitarias malas. El E es el más frecuente en países subdesarrollados. Causan grandes epidemias por contaminar el agua potable. Se manifiestan en forma aguda y no evolucionan hacia hepatitis crónica.
Los virus B,C,D y G se transmiten a través de sangre (inyecciones, cirugía, transfusiones…). Si no se trata su infección puede evolucionar hacia la cirrosis o cáncer de hígado.
Los virus B y D se transmiten también por vía sexual y por vía vertical (de madre a hijo durante el parto). El virus D es defectuoso y necesita el B para poder infectar. Lo más grave es que hay cientos de millones de personas en el mundo que pueden ser portadores del virus B sin padecer hepatitis, con lo que pueden transmitir el virus sin estar enfermos.