El incremento de la depresión es impresionante. En los medios de comunicación que de forma directa abordan de vez en cuando estos temas, nos sentimos verdaderamente acongojados ante las llamadas suplicantes de muchas personas. Son llamadas anónimas que piden que se hable de esta enfermedad. Y lo hacen suplicantes, llorosas, ante la frialdad de un contestador automático.
Lo digo por experiencia. Cuando se “leen” las llamadas y del inhumano contestador surge esa voz pidiendo soluciones para su depresión se encoge el alma. ¿Cuál, cómo, a quién se puede uno dirigir? Es necesario sufrir mucha soledad para confiar esa tremenda enfermedad del ánimo a un aparatito que repite la misma cantinela sin sentimiento alguno.
Y no sabes después qué hacer. En el fondo, late como una necesidad de ponerte en contacto con esa persona para decirle que no está sola, que comprendes la situación, que te gustaría ayudarla…; pero de ella no tienes más que la voz entrecortada por alguna lágrima.
Mientras tanto, la misma sociedad que crea estas brutales soledades en medio de la multitud es capaz de generar una violencia impensada hace unos años. Es como si el individuo no hubiera sabido evolucionar. La sociedad cambia más deprisa que él y en esa inadaptación surge el conflicto interno, muchas veces insuperable. La crispación, la irritabilidad, la exasperación que se comprueba a diario puede ser una buena muestra de ello. Apenas ha cambiado la luz del semáforo, suenan los cláxons de los coches de atrás, con una prisa medible en nanosegundos; la más mínima alteración provoca una orquesta de pitidos impacientes. Hay quien llega a las manos por un quítame allá ese intermitente. ¿Qué está pasando? La sociedad evoluciona más deprisa que nosotros mismos. Y estamos absoluta y radicalmente inadaptados, desencajados del entorno. Quizás hay también un componente de desilusión. Pero no por esta coyuntura de crisis sino porque el proyecto vital soñado en la juventud se va transformando en la cruda realidad del presente, con inconvenientes y ventajas, y con esos pies de barro que el individuo, cuando está en su soledad, reconoce. ¿Es esa la causa de la violencia?
Estamos creando una sociedad tan violenta como para que del homo faber surgiera el homo sapiens y de él (poco sapiens al fin) el homo brutalis. Si la herencia que dejamos a nuestros hijos es la de ese adjetivo añadido al nombre común de homo, es como para dudar del progreso.
No es preciso ser un perspicaz observador para darse cuenta de que nos preside la prisa –que es una forma de violencia–, que nos inunda la crispación, que la calma la hemos borrado del diccionario y que si llega es sólo después de la advertencia anginosa de nuestro propio corazón. El trato entre personas se ha deshumanizado y estamos convirtiendo en realidad aquello que Sartre decía, que el infierno son los otros, que son los demás.
¿Es tan difícil, realmente, establecer el diagnóstico social que elimine esa violencia creciente?
La violencia, está claro, se hace. No nace. Y en el hombre llega a extremos tan tremendos como para caracterizarle como el único animal sádico de la escala zoológica.
Es deprimente pensar que a nuestros sucesores alguna vez les explicarán en la escuela que existió una generación que cambió el apellido de sapiens por el de brutalis… Y que por eso ellos están viviendo en una cueva, cubiertos con una piel y cazando para poder subsistir.
Ya lo decía Einstein: “No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial. Pero si se produce, de lo que estoy seguro, es de que la Cuarta será con piedras.”