Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorMiércoles 17 de mayo de 2023
3 minutos
Era yo niño, de no más de diez años, cuando me detenía al salir del colegio por la tarde, delante del tablado que él tenía montado en la plaza, un día a la semana, siempre el mismo. Yo disfrutaba durante un buen rato de la verborrea del conocido charlatán Quinito García, alumno aventajado y sucesor del no menos famoso León Salvador.
Allí subido, sobre el armazón de tablas, para ser bien visto desde las miradas ligeramente elevadas de los escuchantes de su envolvente palabrería, dispuestos a ser ignorantes compradores de corrientes artilugios, a precio muy rebajado y de dudosa calidad.
No se le podía negar al singular figurante parlanchín su bien aprendido ingenio profesional, mezclando sus ofertas de venta con historietas y picardías que hacían entretenido el momento y rentable su negocio. Hombres y alguna mujer caían en sus insostenibles “rebajas” por una ilusión compradora y sentido desliz.
Habitualmente, este personaje se valía de una especie de juego de subasta a la baja, desde un cacareado precio del mercado de su maquinilla de afeitar o elixir para curarlo todo, a la mínima expresión de valor, de una peseta de entonces, y aún le añadía una pastilla de jabón de regalo; u ofertas asimiladas al hilo de la época.
Esta particular manera de vender –colocar– un producto que en muchas ocasiones fallará o nos dará un resultado irregular pero consecuente con su equívoco valor, aún puede encontrarse en algunos mercadillos de ocasión, de la mano de pícaros feriantes.
Me han traído a la memoria estos recuerdos el comentario radiofónico reciente de un conocido comunicador de la actualidad política citando a los candidatos a las próximas elecciones, como modelo de su comparanza cuando esgrimen promesas y objetivos superlativos del venidero maná para el bienestar general.
De parecida forma y tras mucha experiencia de haber participado en elecciones de todos los rangos, incluida la asistencia a mítines y encuentros de debate político, con voluntad de ser partícipe de la buenaventura y confiado en su esperanza, casi siempre he sido defraudado. En cierto modo, mi apuesta por estos neocharlatanes, decae inevitable.
Llevamos semanas oyendo mensajes y viendo imágenes de los que, aun sin sorpresa, uno frunce el ceño comprobando que no hay límites para la falsa generosidad y la sempiterna cantinela de ofrecer a los electores de turno los cambios y correcciones en la gestión de la cosa pública, ocultando pormenores cuestionables.
Nadie de esos proponentes puede escaparse de ese vicio. Ninguno de los de siempre va a cambiar. ¿Cuántos de los venideros sabrán rechazar la quimera de sus oponentes y serán capaces de girar el torno político en sentido contrario? Probablemente escasos.
Del elector, ese que siempre tiene la culpa de elegir a los que no sirven, se aprovechan y prescinden del fin sagrado de regir honestamente el interés general, se dice que el resultado obtenido es el que se merece. Y tamaña insensatez se repite otras veces.
Sería cabal que la comunidad de votantes nos propusiéramos ejercer nuestro derecho a votar como un responsable acto de reflexión y conocimiento certero, tanto de lo acontecido como de lo que se nos propone.
Huyendo de bendiciones y estigmas individuales y de fervores o prejuicios doctrinales, para recalar en una objetividad razonable y alejada de lealtades insustanciales, que nos distancie de pasiones y cuentos vanos. Contemos también que hay otros que no piensan igual.
Y no nos rindamos ante el desconcierto, el enfado y la duda, razonables de toda desconfianza fruto de malos acabares y pocas esperanzas. Votemos bien, pensando que formamos parte de una sociedad que debe ir siempre a mejor, corrigiendo si hace falta, no perseverando en la mala costumbre de tropezar en la misma piedra. Confiemos en los nuevos si los anteriores nos fallaron.
Pero votemos siempre, no vale abstenerse, aunque no nos gusten los políticos, aunque creamos que no sirven para nada o lo hacen mal. Aun así tenemos una forma de “decírselo” introduciendo el sobre vacío –en blanco– en la urna, porque cuenta restando y demuestra a la clase política su disgusto. ¡Que Ud. lo vote bien!