El azúcar refinado está en el centro de la polémica. Hay quien con criterio amplio señala que, como todo, el problema puede estar en la dosis y quien sin embargo habla de ella como el gran tóxico o el “dulce veneno”. Estamos ante dos polos opuestos difíciles de conciliar.
Todos sabemos que se trata del jugo procedente de la caña o de la remolacha que se refina para obtener la sacarosa, y que por distintos procesos químicos se blanquea y cristaliza. Es el azúcar blanco que conocemos y que “oficialmente” se llama blanquilla. El azúcar moreno es el que, como mínimo tiene un 85 por 100 de sacarosa. Es de color oscuro, se presenta en cristales normalmente más grandes- según la procedencia- y tiene mayor contenido en minerales. El glacé, es una mezcla molida de azúcar blanquilla con almidón de arroz o de maíz con fosfato cálcico. Así queda un polvillo muy parecido a la harina que se utiliza para espolvorear y dar mejor presencia a bizcochos, bollos y cualquier elaboración de repostería.
También tenemos asumido que el azúcar engorda, entre otras cosas porque nos proporciona 4 calorías por gramo, que se asimilan rápidamente y que no nos aporta ninguna otra ventaja. Es decir, no tiene nutrientes.
Para dar una idea: cinco caramelos aportan las mismas calorías que una tortilla francesa de dos huevos o que tres piezas de fruta. (Alrededor de 200). Pero los caramelos no aportan más que las calorías. La tortilla y las frutas nos dan proteínas, minerales y vitaminas. Cien gramos de azúcar son 400 calorías “vacías” sobre todo, si se trata de azúcar blanquilla.
Bien es verdad que posee un cierto efecto saciante y para algunas personas resulta antidepresiva.
Sin embargo, en la actual polémica se destacan otros graves inconvenientes del azúcar refinado. Por ejemplo, que para metabolizarse necesita calcio y por tanto puede desmineralizar el hueso; además, exige vitamina B que la secuestra del organismo. Sus enemigos señalan por otra parte, que la ingestión de azúcar obliga a un aporte extra de insulina y un trabajo extra del páncreas. Si el consumo es frecuente, reclama demasiada actividad al páncreas que acaba por “cansarse” con el riesgo de llegar a la ineficacia y de que aparezca resistencia a la insulina. Y ese es el camino para la diabetes tipo 2.
Otros autores hablan de ella como una “droga” que puede ser adictiva y hay quien señala que es además, tóxica por el daño que hace al hígado.
Sin embargo otros especialistas argumentan que no se trata de adicción sino que es una preferencia por los gustos adquiridos en la infancia (la leche materna es ligeramente dulce).
Y claro otro de los argumentos que se esgrimen es que el consumo de azúcar refinado es una de las razones del aumento de la epidemia de obesidad que padecen los países occidentales.
Sin embargo, ante las voces alarmistas parece imponerse el criterio más ecuánime de que todo depende de la dosis y que un consumo moderado de azúcar no contribuye tanto a la obesidad como podrían hacerlo las grasas. (No olvidemos que un gramo de grasa nos proporciona 9 calorías y uno de azúcar, 4). Y que la obesidad tiene un origen multifactorial y depende entre otras cosas de TODA una dieta y no solo de la mínima proporción de azúcar que se pueda ingerir.
En definitiva: sin abusos, un consumo moderado y espaciado de azúcar no parece tener una incidencia seria en la salud.