
Domingo 27 de abril de 2025
4 minutos
“El mundo no necesita de más luz, sino de cordialidad. No nos mata la oscuridad, sino la indiferencia” (Unamuno).
Los seres humanos somos constitutivamente frágiles y en algunos momentos de nuestra existencia dependemos de otros seres humanos, tanto a la hora de satisfacer nuestras necesidades como para desarrollar nuestras capacidades. Es a través de la interdependencia con los “otros” como logramos sobrevivir en un mundo incierto.
La realidad es que somos vulnerables, y lo somos porque vivimos en un mundo complejo, ambiguo, en el que todo cambia. Y como escribió Edgar Morin en su teoría de la complejidad: “Lo complejo es aquello que no puede ser simple, aquello que presenta distintas facetas que no pueden ser reducidas a una sola”. Pero es que también somos vulnerables porque la vida en sí misma conlleva riesgo. Igualmente somos vulnerables porque estamos expuestos a la opinión de los demás y cómo no, porque somos bondadosos.
Desde otra perspectiva, he de señalar que la vulnerabilidad está íntimamente relacionada con los vínculos que se establecen entre las personas. De lo dicho se deduce que la vulnerabilidad de un ser humano provoca en otros seres humanos una emoción que plantea una decisión: me vinculo/no me vinculo, me acerco/no me acerco. Es precisamente cuando nos vinculamos y nos acercamos a la persona vulnerable cuando nos damos cuenta de nuestra propia vulnerabilidad y de la ineludible necesidad, como decía Ortega y Gasset, de conocer y entender su circunstancia.
Como punto de partida, debemos obligarnos a tener siempre presente que todas las personas, sin excepción, son valiosas en sí mismas, independientemente de sus déficits y capacidades. No se puede obviar que aunque todos hemos sido, podemos ser y seremos frágiles y en consecuencia vulnerables, también somos capaces y por tanto con independencia y autonomía decisoria. Eso sí, con variaciones de ambos rasgos a lo largo de nuestras vidas. Efectivamente, nuestra existencia está claramente determinada por la alternancia en nuestras circunstancias vitales.
Cuando nuestra respuesta emocional nos predispone a la relación de ayuda, entran en juego nuestros conocimientos y habilidades, claro que sí, pero lo determinante, lo concluyente va a depender de nuestra actitud, lo cual representa una gran ventaja, y esto es así, porque siempre podemos elegir nuestra actitud. Es, precisamente, nuestra manera de actuar la que nos acerca o distancia, la que nos vincula o no a la vulnerabilidad de otro ser humano.
Escribía no hace mucho tiempo que el futuro es incierto y que, precisamente por ello, el ser humano debe aprender a vivir en la incertidumbre. Este argumento se conecta inequívocamente con la capacidad de la persona para hacer frente a las adversidades, aprender de ellas, superarlas y salir transformado: resiliencia. No se trata de resistir, sino de sobreponerse a las situaciones adversas de la vida y salir fortalecido.
En cualquier ser humano y más aún en la persona vulnerable, el “primer golpe” duele, pero lo que más aflicción causa es el “segundo golpe”, es decir, la manera en la que afrontamos el primero, porque nadie nos puede quitar la libertad de cómo responder a ese contratiempo en nuestra vida (Teoría del trauma).
Me he referido hasta ahora al HUMANISMO con mayúscula, pero también es cierto que en los periodos de crisis, cuando la incertidumbre se hace más omnipotente y las emociones son más difíciles de gestionar, se puede comprender que atender al propio interés es una señal de absoluta irresponsabilidad. Cierto es que la predisposición de ayuda está presente en muchos seres humanos, pero no puedo ni debo eludir referirme a otros seres humanos que únicamente atienden a su propio interés. La persona egoísta es indiferente en todo lo que respecta a los demás. Egoísta es aquél o aquella que “salta del barco y sálvese quien pueda”.
Este posicionamiento abre el camino a una actitud de indiferencia hacia los sentimientos de los demás. En algunas ocasiones, los “otros” son literalmente “barridos”. Yo admiro a las personas que buscan permanentemente la verdad y, una vez conocida, la abrazan y la ponen en práctica. Sin embargo, muestro mi más profundo rechazo a quienes se esconden con el antifaz del fariseo, del hipócrita. Ya lo escribió Confucio: “Saber lo que es justo y no hacerlo es la peor de las cobardías”.
Aquellos que “juegan” con las emociones de otros seres humanos utilizando estrategias manipuladoras, podrán quizás alcanzar sus pretensiones a corto plazo, pero a la larga las máscaras se caen y dejan al descubierto en ellos y en quienes les secundan sus miserias y mezquindades. Triste, verdad.
Como no deseo dejar “tatuada” la tristeza en vuestros corazones, os propongo buscar la esperanza. ¿Sabéis que el símbolo universal de la esperanza es el ancla? Pues bien, os planteo que unidos nos sujetemos en él para a partir de ahí poder desplegar toda nuestra fortaleza y convicción en pos de una vida con sobresaltos, sí, pero con emociones positivas que nos posibiliten afrontar una vida mejor. Y concluyo con una frase que me viene siempre a la mente en los momentos difíciles de mi vida: es emocionante saber emocionarse.