Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorMiércoles 16 de marzo de 2022
ACTUALIZADO : Lunes 28 de marzo de 2022 a las 17:59 H
3 minutos
Miércoles 16 de marzo de 2022
3 minutos
Andamos a vueltas con personas y cosas, asuntos y negocios, que nos salen mal. Es demasiado normal la repetición de resultados frustrantes. Muchas veces sentimos desamparo en la búsqueda de remedios. Topamos con frecuencia con muros humanos reglamentistas y, en ocasiones, despreciativos.
No trato de desconocer lo contrario –lo positivo– lo bien hecho. Lo que normalmente debería ser. Y acepto que algunas veces salgamos satisfechos de un “enroque”. De donde parto es del hacer bien las cosas como norma, como objetivo predominante del quehacer.
De siempre he considerado que sólo existe un modo de acertar haciendo algo –casi todo– si nos empeñamos en no fallar. También estimo el error inevitable, que los hay, si bien con la debida previsión pueden acotarse. Y si fallamos, sirven para aprender y no repetirlos.
Pero ocurre que se dan situaciones donde se ha errado, se ha confiado sin mesura, nos han confundido o, sencillamente, engañado.
Otras, los controles de seguridad, de calidad o de eficacia, no han operado debidamente y la cosa –el servicio– no funciona, se ha roto o, simplemente, no sirve para lo que queríamos. Además, lo peor: reclamamos y no nos hacen caso.
Porque si el resultado de algo no satisface a quien va destinado y nos lo recriminan, justo es que lo reconozcamos y lo solucionemos dando la respuesta favorable al fin de ese negocio de mal comienzo.
Pero no. Cuántas veces oímos lamentarse a personas conocidas que han sido objeto de un presunto engaño adquiriendo un producto que después ha resultado inservible. O les ha llegado incompleto. Incluso diferente al solicitado.
O que han sufrido la intemerata buscando caminos para poder reclamar se rehaga aquel servicio mal prestado. O les han fallado no dándoles salida al problema ocasionado ajeno a su voluntad: ese viaje suspendido, esa avería no atendida, esa póliza inútil.
Y que esas circunstancias produzcan tamaño malestar con reacciones furibundas, altas palabras y espasmos de coraje. Es decir, situaciones indeseadas que ocasionan desprecio personal, son impropias para la concordia social y de posible daño para la salud.
Pues si inevitable es ofuscarse en primera instancia, sentirse airado, exclamarse y tener aversión hacia alguien por lo ocurrido, será preciso también recurrir a la cordura y templanza convenientes cuanto antes y sobre todo no alterarse; templar gaitas.
A continuación habrá que poner empeño en buscar el remedio. Primero asumiendo que el asunto requiere necesariamente reparación, que no se debe dejar de lado, que debe reclamarse siempre; segundo, acudirse al origen del desaguisado y recorrer los circuitos debidamente establecidos, hasta obtener la necesaria satisfacción.
Eso sí, también hay que aprender del propio fallo, tan a menudo habido. Porque es obligado leerse los contratos, seguir las instrucciones del fabricante, conocer nuestras compatibilidades, preguntar antes de decidir, consultar con entendidos, no encapricharse sin más. Ser diligente con el gusto o el interés. Y es que, también, algunas veces la culpa no es de los demás.