Joaquín Ramos López
Joaquín Ramos López es abogado, vicepresidente de la Comisión Séniors del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) y autor del blog Mi rincón de expresión.
… saber más sobre el autorMiércoles 2 de marzo de 2022
3 minutos
Quien más y quien menos, algunas veces, suelta un taco. Siempre ha ocurrido y seguirá pasando. Hay ocasiones en que, ante un acontecimiento no esperado, habitualmente ingrato, nos molestamos y recurrimos al desahogo de una palabrota.
Muy pocas personas podrán decir lo contrario. No porque no las haya, que puede ser, pero el común de los mortales sentimos la necesidad de una expansión verbal para acoger un disgusto.
Ocurre, asimismo, cuando nos sorprende algo positivo que, por esa razón, nos alegra sobremanera, y se nos escapa –o decimos aposta– un vocablo malsonante.
Son reacciones plenamente humanas, propias de gente normal, de indistinta formación, ocupación o posición social. Su espontánea alocución, esporádica y coloquial, aún sorprendiendo si no se tiene relación personal, no molesta comúnmente.
Otro juicio merece quien habla “mal” por vicio y lo practica de forma constante; o sea, sus conversaciones están llenas de esas palabras que resultan innecesarias para conformar el mensaje, o pueden ser obviadas, en lugar de expresiones más “académicas”.
También dentro de determinadas jergas se considera normal usar términos considerados fuertes para la comunidad en general y que supondría un insulto –a veces muy grave– y sin embargo se tornan en halago hacia su protagonista. Y ahorro el ejemplo por debido miramiento.
Por soeces estimo a las blasfemias que, más en un tiempo pasado, se exclaman de modo irreverente contra personas o instituciones para mostrar contrariedad ante un fatal estado o resultado.
El lenguaje grosero se ha considerado siempre una mala nota para quien gusta de usarlo y lleva a considerar asocial al intérprete, habida cuenta que a la mayoría de la gente, que tiene por principio conducirse con educación, le molesta y se aleja del sujeto, incluso, si puede, se lo recrimina.
Pero debo centrarme en el “nuevo tiempo” y expresarme doliente con la escucha, ya demasiado corriente, de vocablos antes tenidos por malsonantes y que se están convirtiendo ahora en palabras frecuentes de las conversaciones sociales más normales, en privado y en público.
Expresamente me llama la atención la facilidad con que bastantes chicas, como vienen haciendo los chicos desde hace mucho, se han apuntado a estropear su atildada voz con la misma práctica. Me pregunto si aspirar a la igualdad, tan de actualidad, venturosamente, implica ese coste injustificado.
Luego están algunos platós de reality shows, los espectáculos de masas y las manifestaciones callejeras de todo tipo, donde los improperios a contrarios, intérpretes y deportistas, son diálogo (¿?) maldiciente siempre presente.
Mención especial merecen las pláticas de actores y actrices en tantos guiones de películas y series actuales, en diálogo directo o su doblaje. Parece que sea necesario soltar feas palabras y repartir descaros entre protagonistas para llegar mejor al espectador.
Con esos ejemplos, unido a esa permisividad de buenismo ya inmerso entre nosotros, en el que todo vale ¿cómo va a importar hablar feo? ¿Para qué leer libros y aprender palabras que amplíen y mejoren el lenguaje de todos?
Entonces ¿debe corregirse usar palabrotas? Claro. Esa limpieza “de boca” hay que cepillarla en el hogar y borrarla en la clase, pues nada mejor que hacerlo bebiendo limpia sabia de fuentes educadoras.