En 2014, al recrudecerse el conflicto en Siria, fueron muchos los refugiados, familias enteras con niños, adolescentes no acompañados e incluso personas mayores, que decidieron abandonar su patria y huir a los países vecinos (Turquía, Líbano o Jordania, entre otros). Asimismo, algunos pensaron en emprender el camino hacia Europa, donde creían que iban a tener más oportunidades y cierta seguridad. Uno de los países de entrada fue Grecia. Y por esta vía no sólo accedieron sirios, también muchos refugiados de otros países de Asia.
Ante la incapacidad y falta de voluntad de muchos Gobiernos y de la propia Unión Europea para hacer frente a esta llegada (en 2014 ya había tres millones de desplazados sirios en otros países y 80.000 refugiados en Grecia en 2015), una parte de la sociedad civil sí que decidió tomar cartas en el asunto y se organizaron para acoger y ayudar a las personas refugiadas. Uno de ellos fue Fernando de Castro (63 años), un excomercial jubilado de Salamanca que lleva, desde hace cuatro años, yendo periódicamente a Grecia para ayudar a este colectivo.
“La primera vez que tuve contacto con refugiados fue en Grecia, donde me encontré con 300 personas que estaban resguardadas en unas ruinas en condiciones infrahumanas”, recuerda el voluntario. Desde ese momento, su vida cambió. “Cuando volví a España, ya nada podía ser igual. Decidí que este era un buen lugar para devolverle a la vida lo que me había dado”, apunta.
A raíz de esa experiencia, decidió volver al país heleno con periodicidad. Al año siguiente, a finales de 2016, pasó el invierno en un campo de refugiados cerca de la frontera con Albania a -16 grados. “Era una zona montañosa donde llovía y había niebla”, rememora. La mayoría dormían en tiendas de campaña y eso suponía una dificultad añadida a la hora de combatir el frío. Además, los cortes en el suministro eléctrico eran constantes. “Recuerdo cenar con una familia y que, en una hora, se fuese la luz 32 veces. No había manera de calentar nada”, señala.
Fernando pasó los siguientes años asistiendo a refugiados en otros campos o en la propia capital del país. Daba comidas, transportó furgonetas, hizo de panadero y desempeñó todo tipo de labores que podían resultar útiles. Y es que la situación de precariedad de las personas refugiadas sigue siendo tal que, en muchas ocasiones, dependen de los voluntarios para poder sobrevivir. “Les estamos haciendo el juego a las administraciones”, critica el Fernando. Y añade: “Deberían ser ellas las que se ocupen de esta situación. Es como un cuerpo que tiene una hemorragia grande y vamos poniendo tiritas”.
Los refugiados mayores, los más perjudicados
Si dentro de la población refugiada hay un colectivo especialmente indefenso, ese es el de las personas mayores. “Junto a las mujeres y los niños, son los más vulnerables”, explica. Según el voluntario, son los que más han sufrido las consecuencias de su exilio forzoso. “Les veía en una situación de total soledad y desesperación”, relata. Y añade: “Me pongo en su lugar y entiendo que para una persona de más de 60 o 70 años, el tener que abandonar su casa, sus costumbres e ir a un sitio desconocido donde encima te maltratan debe ser desesperante”.
“He visto a mayores dejarse ir y querer morir”, comenta. Además, la hostilidad con la que les reciben las instituciones del país hace que se sientan en “tierra de nadie”. “A esas edades la vida debería ser sencilla y tranquila, para poder disfrutar de lo que ésta te ha aportado”, reflexiona. Pero la realidad es que, por su experiencia como voluntario y como observador, estas personas muy difícilmente van a poder tener paz y “morirán en tierra extraña y sin sentirse acogidos”, comenta.
Otro problema que afecta especialmente a los refugiados mayores es la dificultad para acceder a los servicios médicos de primera necesidad. “Grecia es un estado semi fallido”, afirma. Pero, aún así, Fernando se muestra optimista con respecto al pueblo griego y comenta que “han sabido aceptar que es algo que les venía encima”.
Asimismo, en sus viajes, el voluntario ha conseguido tener buena relación con varios refugiados mayores. “Están en una situación de desesperación y en algunas ocasiones de incredulidad pero, cuando se sienten aceptados, se acaban abriendo y se crean lazos”, explica. “He visto dolor y desesperanza, pero no rencor”, apunta y añade: “Cuando les preguntas, miran al cielo y dicen: Inshallah (si Dios quiere)”.
Una de las razones por las que siente una gran empatía por este colectivo es porque “son como nosotros”. “Hay médicos, profesores, electricista, panaderos… Gente absolutamente normal”, apunta. Por ello, al tener “la vida resuelta”, el exilio se les hace mucho más doloroso. “Es como si yo, que estoy jubilado, me tengo que ir. Me afectaría porque tengo una biografía, unas vivencias, unos amigos, una cultura y unas raíces”, ejemplifica.
Un voluntariado mayoritariamente joven
Entre los voluntarios que conoce, pocos superan los 60 años. Aunque por su experiencia en Grecia, suelen acogerle igual que a los jóvenes. “Los niños me llaman papá”, cuenta. Aún así, la mayoría de las personas que van a ayudar al país heleno son gente joven, al menos los españoles. “Hay un pico grande en la época vacacional. El perfil mayoritario de voluntario es gente joven y bien formada que, a veces, no tiene opción de trabajar en sus países. Supongo que es una forma de paliar esa sensación de que no hay trabajo”, apunta. “Allí no va quien quiere, va quien puede”, concluye.