Las restricciones a las visitas en las residencias de mayores han limitado, en cierta medida, uno de los principales derechos que tienen los familiares de los dependientes: el acompañamiento de sus seres queridos y el control sobre el servicio que se les presta.
Y es que, según aseguran varias asociaciones de familiares a 65Ymás, la participación de las familias y de los dependientes en la toma de decisiones en los centros es esencial para dar a los mayores una atención mucho más centrada en sus personas.
Sin embargo, con la llegada de la pandemia, algunos familiares han perdido, en buena medida, esta posibilidad de fiscalización del servicio que prestan a sus parientes, puesto que no pueden acceder a sus habitaciones, ver qué comen ni acercarse a ellos a menos de dos metros. Y eso, denuncian, ha generado inseguridad. Sobre todo, en centros en los que, de antemano, existían ciertas carencias.
65Ymás ha querido conocer esta realidad más de cerca y ha conversado con seis familiares de residencias de la Comunidad de Madrid (privadas, concertadas y públicas) duramente castigadas por la pandemia (Peñuelas, Ensanche de Vallecas, La Edad de Oro, Orpea Carabanchel y Adolfo Suárez).
Teresa: "Me indigna estar pagando 2.200 euros al mes por esto"
La relación entre Teresa y su madre de 95 años cambió radicalmente cuando cerraron la residencia donde vive, Orpea Carabanchel, a principios de marzo. Y es que la familiar y sus parientes iban "todos los días" a visitar a su madre, que tiene alzhéimer, y se encargaban de buena parte de los cuidados que, según ella, no daba el propio centro.
Así, en las horas que pasaban juntas, Teresa le ayudaba a "lavarse los dientes", le "echaba cremas", le "hacía dictados y juegos con pelotas" para trabajar su memoria e incluso le "daba de comer". "Me traía la bandeja a la habitación, porque vi cómo se hacía en la residencia y me puse muy nerviosa. Veía que algunos se quedaban sin terminar el plato, porque no podían abrir la boca", explica.
Por ello, la familiar, ante esta supuesta deficiencia en el servicio –motivada, según ella, por una "falta de personal, mal pagado y sin formación"– decidió "reorganizar" su vida y volcarse en los cuidados de su madre. "La residencia está muy bien montada de cara a la galería, pero hay una carencia de personal importante", asegura.
No obstante, la pandemia interrumpió la ayuda que le prestaba a su madre y, desde entonces, la situación de su ser querido es cada vez peor. "Ella pasó el COVID en el mes de marzo y, a día de hoy, ha tenido cuatro ingresos más. Todos ellos, han sido por desnutrición, deshidratación e infección de orina y, entre medias, una fractura de fémur. ¿Están protegidos y atendidos? Me indigna estar pagando 2.200 euros al mes por esto", denuncia.
Y añade: "Mi madre quiere seguir viviendo. Tiene un corazón que viene programado para vivir los años que sean. Y se morirá cuando llegue ese momento, pero no porque una señora o un señor que trabaja allí no tenga tiempo para darle una gelatina".
Luz: "Las visitas eran y siguen siendo un suplicio"
Otros cuidados que se han perdido, según asegura Luz a este diario, son los de tipo emocional. En su caso, su queja no tiene que ver tanto con el servicio dado en la residencia pública Adolfo Suárez, donde vive su padre de 93 años, sino más bien con la soledad que están sufriendo.
"Él es bastante autónomo, así que yo no tenía que ocuparme de grandes cosas. Cuidaba de sus emociones y le acompañaba. Pasaba ratos con ellos jugando a las cartas y, si faltaba alguno, jugaba yo también con ellos", cuenta.
Pero, con la llega del coronavirus, eso se ha "perdido", opina. "Mi padre es una persona que se adapta muy bien a los cambios, sin embargo, está desanimado, apático, desilusionado y triste porque han fallecido muchas personas con las que él se comunicaba", afirma. En concreto, según asegura Luz, oficialmente, "85 personas" han muerto por COVID en su residencia durante la primera ola, aunque piensa que pudieron ser más.
Y que las visitas tengan que hacerse a distancia, no ayuda. "Empezamos a dos metros. Pero mi padre no oye bien y era un suplicio y sigue siéndolo. No me entendía ni me oía. Ahora, lo han reducido y tenemos una mesa de un metro y una pantalla de metacrilato. Aun así, yo le escribo lo que quiero decirle, lo paso por debajo de la pantalla y él lo lee y mueve la cabeza", afirma.
Ana: "La vigilancia que ejercemos como familiares se perdió"
Al igual que Teresa, Ana pasaba, antes de la pandemia, varias horas al día con su madre que tiene alzhéimer y que vive en la residencia pública de gestión privada Ensanche de Vallecas. "Nos quedábamos todos los días a cenar con ella", cuenta.
No obstante, la pandemia les afectó muy duramente, incluida su madre, que pasó la COVID y tuvo que ser ingresada. Y, además, durante toda la primera ola, denuncia Ana, sufrieron una falta casi total de información sobre sus seres queridos. "Yo he sido un poco el contacto de los familiares con el director durante mes y medio, porque no nos daban noticias. De hecho, tuve que hacer varias reclamaciones", recuerda.
"Se ha perdido el control totalmente", opina. Y ni siquiera, añade, ha vuelto en verano con el retorno de las visitas. "Hemos pasado a estar ciegos. No podemos ser los ojos, porque no podemos subir a la habitación, ver a nuestro familiar en la cama y comprobar determinadas cosas", sostiene.
Por ello, critica que las residencias, que no están poniendo todos los medios suficientes para paliar las consecuencias del COVID (depresión, aumento de la dependencia...), no estén pudiendo ser fiscalizadas por las familias.
"Por ejemplo, no han tenido fisio durante la pandemia, porque los técnicos se han dedicado a dar citas para las visitas y han hecho de administrativos", señala. "Vamos para atrás. Sé de gente que ha dejado de caminar y muchos están en una absoluta depresión y no se está paliando. Pensamos que tenerles en una residencia alejados en una burbuja es la solución, pero no lo es", denuncia.
Carmen: "Al ir al médico, me encontré que no tenía su prótesis dental"
La madre de Carmen dejó de comer en plena primera ola de la pandemia, cuando todos los mayores estaban confinados en sus habitaciones de la residencia pública de gestión privada Peñuelas. "Hablé con el psiquiatra, para ver si la podía meter en el hospital", apunta. Aun así, al cabo de un tiempo, volvió a comer, según asegura la familiar.
Sin embargo, a Carmen le queda la duda de si su madre no comía porque estaba "deprimida" o si había otras razones. Y es que, la familiar al llevar a su pariente al médico, descubrió que su madre no tenía su prótesis dental y que no se había dado cuenta de ello.
"Fui a la residencia y la reclamé. Me sacaron una caja entera, a ver si lograba dilucidar dónde estaba. Pero no estaba, y tuve que hacer otra", comenta. Por ello, Carmen no sabe si su madre dejó de comer por no tener su dentadura o por alguna razón de tipo psicológica.
Y este no ha sido el único problema de esta índole que ha sufrido la madre de Carmen. Cuenta asimismo que, con motivo de otra visita al médico –el único momento en el que puede estar cerca de su familiar–, pudo comprobar que su madre llevaba "dos pañales puestos de mala manera", que sus "bragas no estaban y llevaba un panti de gasa" y que "no tenía calcetines".
"Es un descontrol total", critica. Y aunque, reconoce, estas situaciones no son nuevas, antes sí que podía solucionarlas con mayor celeridad. "Ahora, no sé lo que tiene y lo que no", denuncia.
Leonor: "Los problemas, que antes eran tremendos, se han agudizado mucho más"
Y no sólo Carmen ha tenido percances con la ropa de su familiar. También Leonor, cuya hermana vive igualmente en la residencia Peñuelas, ha tenido que enfrentarse a la dirección por estos problemas de gestión. Incluso, la familiar decidió lavar ella misma las prendas de su pariente. "Los problemas, que antes eran tremendos, se han agudizado mucho más", asegura.
Además, Leonor estaba muy involucrada en la vida de su residencia. "Les sacábamos a pasear y les hacía clases de punto", sostiene. Y esos cuidados ya no los está dando, reconoce entristecida. "Están abandonados y peor que antes", critica.
Carmen: "No me pude despedir de mi madre"
"Mis padres van a hacer cinco años en la residencia la Edad de Oro en el Álamo. Estábamos muy a gusto e íbamos dos veces a la semana", cuenta Carmen Ruíz a este diario.
Antes de la pandemia, sostiene, la única gran queja que tenía sobre su centro era que estaba a 50 km. de su casa, pero, cuando llegó el COVID, todo cambió.
"Después de estar 34 días confinados en su habitación, se contagiaron los dos y mi madre murió. La derivaron al hospital cuando estaba ya casi muerta", relata. "Empezó con fiebre y toses. Se puso mala el seis de abril, la ingresaron el 17 y murió el 1 de mayo", explica.
Su padre, prosigue, que vivió todo el proceso de cerca –cómo le daban "medicamentos contra la malaria" y luego "se la llevaban al hospital"–, se enteró de la muerte de su mujer "por teléfono". "Ella murió sola en el hospital, no me pude despedir", comenta.
"Mi padre tiene una depresión de caballo. Tal y como está, debería ir un psicólogo o un geriatra. Y nosotros, cuando murió mi madre, nos dejaron 15 minutos a cada familiar. Pregunté si podíamos tener más tiempo, pero nos dijeron que no, que lo habían pasado muy mal. Pero los que lo hemos pasado mal somos los residentes y familiares. Y es un tema al final de que no tienen personal", concluye.
Sobre el autor:
Pablo Recio
Pablo Recio es periodista especializado en salud y dependencia, es graduado en Relaciones Internacionales por la Universidad Complutense de Madrid y comenzó su carrera profesional en el diario El Mundo cubriendo información cultural y económica.
Además, fue cofundador de la radio online Irradiando y cuenta con un máster en Gobernanza y Derechos Humanos por la Universidad Autónoma de Madrid y otro en Periodismo por el CEU San Pablo/Unidad Editorial.