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El alzhéimer, una enfermedad que padecen más de 800.000 personas en España, no sólo afecta a quienes lo sufren sino también a los familiares que deben cuidar de sus seres queridos. Se trata de una enfermedad para la que difícilmente uno se puede preparar, por la gran la carga que suponen los cuidados y por el impacto psicológico que tiene para los cercanos el progresivo deterioro cognitivo de sus parejas, hermanos, padres o abuelos. Por ello, con motivo del Día Mundial del Alzhéimer, 65Ymás ha querido conocer, a través del testimonio de una hija y de una cuidadora profesional, cómo vive el entorno más próximo al enfermo las diferentes etapas de esta patología.
Teresa Hernández (65 años): "Si yo no estuviese aquí mi madre no estaría viva"
A la madre de Teresa, Luisa, le diagnosticaron con 80 años "una enfermedad degenerativa tipo alzhéimer, con lesión en el lóbulo frontal". "Me di cuenta cuando me empezó a preguntar por su carnet de identidad. Se lo ponía delante y me decía que ese no era", explica la hija. Tras diferentes pruebas en la Unidad de Memoria de un hospital madrileño, los médicos concluyeron que tenía "una lesión cerebral". "Desde ese momento, tuvo memoria inmediata cero. Le dices hola y al minuto te replica: '¡Anda, has venido!'", asegura.
"No se trataba del típico cuadro que te da con 50 años y que te mata al poco tiempo", afirma, sino que el que afectó a su madre actúa "más lentamente" y "crea, alrededor, una cantidad de problemas difícilmente solventables". "Cada paso lleva muchas complicaciones. Te conviertes en administrativa, auxiliar, directora y, encima, faltan recursos. Es un sinvivir", sostiene. Por ello, la mujer entiende que las etapas de la enfermedad han sido "paralelas" en su madre y en la familia, aunque, en el caso del cuidador, éste se puede defender psicológicamente, mientras que al enfermo "le cae lo que le cae: si le ayudan, bien, si no, pues no puede hacer nada".
Al principio, ella y su hermano no sabían muy bien qué hacer. "Fuimos dando palos de ciego", recuerda. Primero, decidieron contratar a alguien para ocuparse de su madre, pero "fue duro" porque muchas de las trabajadoras no encajaban bien con su forma de ser y terminaban marchándose.
Durante el periodo de tiempo que Luisa permaneció en el domicilio (casi 10 años), los hermanos se tuvieron que repartir los días para cubrir los momentos en los que no estaba la cuidadora. "Tuve que reducir mi jornada de trabajo", cuenta. Pero, aún así, llegó un momento en que la madre no pudo seguir en su casa porque tuvo un accidente y la tuvieron que llevar a una residencia, previa operación en un hospital donde "estuvo al borde de la muerte". No obstante, como les ocurre a tantas personas con seres queridos con alzhéimer, el paso por el centro residencial no aligeró las cargas de la familia que, "como consecuencia de esta enfermedad, quedó algo desarticulada".
Ahora, Teresa, que está jubilada, pasa la mayor parte de su tiempo acompañando a su madre, que tiene ya 93 años, y asegura que el personal que la atiende no está bien formado para tal labor. Además, la madre no sólo tiene que sufrir las consecuencias de esta enfermedad cognitiva sino que también se enfrenta a constantes infecciones. "Ahora tiene E. coli. Si yo no estuviese aquí mi madre no estaría viva", critica.
Aún así, la hija es optimista y asegura que si cuenta la historia de su madre a este diario es porque, "si se quiere, se puede". Para ella, lo importante es que su progenitora esté bien. "Nunca me podría figurar que diese tanto de mí", reconoce. De igual modo, entiende que también es importante el apoyo y buscar "momentos para irse al cine, al teatro, a tomarse una cerveza con los amigos o de vacaciones". "El principio fue horroroso pero, si has ido superando etapas, puedes seguir adelante", concluye.
Concha Real (cuidadora profesional y miembro de la Plataforma Estatal de Ayuda a Domicilio): "Ya no existe la red vecinal que era el apoyo de esta gente"
"La primera experiencia que tuve con una persona con alzhéimer fue con una señora de 85 años, Marcela. Fue antes de la Ley de Dependencia. Ella iba mucho al centro cívico y se empezaron a dar cuenta de que se despistaba. Recuerdo que cuando la conocí estaba leyendo Flores en el ático y en el momento en el que la dejé para que ingresase en la residencia, su marcapáginas seguía en el mismo lugar. Me volvía a contar siempre el mismo relato", comenta a este diario la auxiliar de la Ayuda a Domicilio Concha Real.
Así, a esta trabajadora, que asiste a tres usuarios al día, le preocupa el poco tiempo que pueden pasar las auxiliares con los dependientes. "Son gente que sobrevive gracias a la familia y a los vecinos, pero ya no existe la red vecinal que era el apoyo de esta gente", sostiene. Por ejemplo, en el caso de la mujer antes descrita, no tenía familiares cercanos y se apoyaba en una vecina.
Por ello, Concha es también consciente del peso que tienen que soportar los familiares que ejercen como cuidadores: muchas veces, tenía que pasar media hora, de las dos que dedica a los dependientes, dando apoyo emocional a la mujer, marido o hijo del enfermo. Esto hace que para esta auxiliar sea difícil no "engancharse afectivamente". "Sufres. Llega el fin de semana y piensas: '¿Irá alguien a verle?'", asegura. Y es que su labor no se limita sólo a "ducharles" o cambiarles. "También tenemos que socializar al usuario con el medio, por ejemplo, si una persona es creyente, pues que no pierda esos hábitos", lo que implica saber más sobre sus vidas, afirma.
De entre todas las personas que atendió, la cuidadora recuerda a varias con especial cariño. Una de ellas, relata, era una mujer que fue "cocinera de la embajada de la Unesco en París" y que "añoraba a Federico Mayor Zaragoza". "Me contaba cuántas veces le había hecho una quiche a la princesa Cristinita", recuerda. En este caso, fue la propia auxiliar la que detectó que la excocinera empezaba a padecer alzhéimer. "Se le quemaban las cosas. Con lo gran cocinera que había sido, se le olvidaba comer. Fui incapaz de lograr que aprendiera a manejar un microondas. Al final, se tuvo que ir a una residencia", cuenta.
Y es que si algo le parece duro de esta enfermedad es que se acaba "perdiendo la personalidad". Y eso se ve con simple vistazo a la ropa que acaban utilizando. "Les disfrazas porque dejan de tener su propia identidad. Cuando les llevamos a una residencia lo primero que hacen es cortarles el pelo. Dejan de llevar su pantalón o su traje, van en chándal. Cuando esas cosas empiezan a suceder, duele mucho", concluye.