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En medio de tanta oscuridad por culpa del coronavirus, siempre hay historias que aportan algo de luz. Es lo que ha podido comprobar la familia de Gregorio Burgos, un hombre de 88 años que falleció de Covid-19 cuando la pandemia causaba los primeros estragos en España. Casi un año después, una carta anónima de una de las enfermeras que le atendió en el hospital les ha llenado de emoción.
Gregorio, enfermo de Alzheimer y con problemas respiratorios, enfermó de Covid a principios de marzo e ingresó en el Hospital Universitario de Getafe el 19 de marzo. Sólo cuatro días después, el 23 de marzo, fallecía a causa de la enfermedad. Como ocurrió con tantos otros muertos, su familia no pudo despedirse de él.
Diez meses después, el pasado mes de enero, su hijo Juan recibió una misiva anónima de una de las enfermeras que trató a Gregorio. La carta, enviada a la dirección que figuraba en los datos del paciente, estaba sellada en Correos el 31 de diciembre de 2020. En su interior había una primer mensaje que decía: "Estimado Juan, no me conoce y no se asuste, si sigue leyendo entenderá el motivo de esta carta. Siento no haberla enviado antes… No podía. Hace unas semanas estuve a punto de dejarla en el buzón de la casa, pero no pude. Por favor, fíltrela usted para el resto de la familia, sobre todo, su madre. A pesar de todo creo que es una carta bonita y espero les haga bien. Si no es así, rómpala y olvídese. Aunque en momentos difíciles y con muchos recuerdos me gustaría enviarles mis mejores deseos para 2021 y ¡SALUD! ¡MUCHA SALUD! Un abrazo fuerte de una de las enfermeras de Gregorio".
A continuación, cinco páginas a mano por las dos caras que fueron escritas en abril –aunque no se atrevió a enviarlas hasta diciembre– y que desbordan, sobre todo, humanidad y sensibilidad.
Foto: La Sexta
La carta
Este es el contenido íntegro de la carta, a la que ha tenido acceso El Independiente:
Hola familia de Gregorio… Perdonen que no me presente, no sé si la protección de datos me permitiría escribirles esta carta, aunque parece ser que en tiempos de Covid todo vale… Llevo semanas intentando hacerlo con la pegatina de Gregorio (con todos sus datos) pegada en el reverso de mi tarjeta identificativa…
No sé ni por dónde empezar… Es difícil cuando los días se tornan a veces tan lejanos y otros tan cerca…
En el turno de noche, ya llevábamos varios días sufriendo el caos. Parecía más un hospital de campaña o de guerra, con unas salas abarrotadas de pacientes, en sillones, sillas y sin espacio… Las consultas donde antes los médicos tenían su mesa de ordenador, su silla y la camilla de exploración habían sido convertidas en boxes con hasta tres camillas… Aunque así uno imagina alboroto, a nosotras corriendo de un lado a otro, bullicio, ruido… Solo se escuchaba el silencio… Casi nadie hablaba. Ese silencio roto por el timbre del “box de críticos” o algún compañero pidiendo ayuda por algún paciente…
En mi cabeza a veces recuerdo ese silencio… Es ensordecedor…
Incluso con las prisas que llevábamos todos esos días, con el afán de poder atender mínimamente a todos… era como si el tiempo se parase y todo aconteciera a cámara lenta, como en una película… Y así aparecían los rostros de la gente, como el de su padre, Juan (le hablo a usted, al hijo de Gregorio porque me resulta más fácil escribir pensando en alguien que lee).
Mi zona era la que llamamos “pasillo” o “preferentes”, la que se ocupaba de los pacientes a atender rápido.
Ese día seguíamos en cuadro y a pesar de esta nueva sobrecarga era la única enfermera de la zona.
Su padre estaba en uno de mis boxes. Cuando lo ví, al entrar lo saludé como siempre hago:
– ¡Hola Gregorio! Soy X, su enfermera.
¿Sabe con qué me respondió? ¡Una sonrisa! Y un “¡Hola!”. ¡Dios mío! ¡Una sonrisa! Una sonrisa… Un oasis en medio del desierto, una manera ideal para un comienzo de turno que fue muy duro… Y no solo eso. Alzó la mirada y ¡unos ojos preciosos!.
¿Sabe esas historias que cuentan que la risa es contagiosa, que alegra el alma y cura? Pues son verdad y a través de los ojos de su padre también se puede ver una humanidad inmensa… gigante.
No le voy a engañar, pues usted ya lo sabe, Gregorio no estaba nada bien… Le costaba respirar…
Charlamos y él reía, me llamaba hija y me prometía que no se iba a quitar la mascarilla que le ayudaba a respirar. Al principio no cumplía su promesa y me tocaba volver a decírselo:
– ¡Gregorio, la mascarilla!
Entonces se daba cuenta que no la llevaba puesta, reía otra vez y se la volvíamos a colocar…
Mientras intentaba revisar al resto de pacientes sonó el timbre de críticos… Antonia, 70 años, no podía respirar…
Mientras empezábamos a hacerle cosas contaba que llevaba tres días sin salir a la ventana a aplaudirnos, pero salía su marido, que nos agradecía enormemente lo que hacíamos y mientras lloraba, con un tono suplicante decía:
– Yo solo quiero ver a mis nietos otra vez…
Llamaron a la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos). Ya no había camas (no para alguien como ella al menos).
Con el máximo oxígeno Antonia seguía sin respirar bien.
– Hay que confiar – Decían los médicos.
Médicos cuyo dogma es el científico pero que en los últimos días parecían aferrarse a no sé que providencia…
Colocamos a Antonia boca abajo y como en las series de TV todos dirigimos la mirada al monitor pendientes de unos números que, por fin, empezaron a subir. No había garantías con esto, pero tampoco respirador para ella, así que los “Nuevos Dioses”, los neumólogos, intentarían hacer el resto con sus inventados y adaptados nuevos aparatos.
Cuando volví al box, Gregorio seguía despierto. Me acerqué, le agarré la mano y le pregunté:
– ¿Cómo está Gregorio?
– Bien.
Y una sonrisa. Pero esta vez no me quería soltar.
– Gregorio ¿le cuesta respirar?
– No.
Pero la realidad era que yo no le veía nada bien. Avisé al médico y empezamos a ponerle más tratamiento: inhaladores, corticoides intravenosos, analgésicos, etc…
– ¡Mierda, otro crítico!
Le dejé pasando parte de la medicación y me fui. Esta vez no tarde tanto en regresar al Box…
– ¡Gregorio! ¿Cómo va?
– Bien hija.
Pero yo apenas veía mejoría. Más medicamentos… Esa mirada… Hablaba tanto con los ojos…
¿Sabe Juan? Durante unos años trabajé en una Unidad de Cuidados Paliativos. A veces la gente se va sufriendo, pues hay dolores del alma que no curan los medicamentos.
Pero otros, afortunadamente, se van en calma, con paz… Su padre transmitía eso…
Ya son casi las 4 de la mañana, yo más o menos tenía medio controlados a los pacientes a mi cargo así que, ahí seguía con Gregorio…
Con la primera dosis de morfina mejoró un poco, así que todos esos ruidos de su pecho que antes se escuchaban se fueron mimetizando con el ambiente nocturno, pero para él aún era de día. Esos ojos abiertos como platos, inmensos, con una profundidad que invitaba a traspasarlos… Esa mano quitándose el camisón… Agarré unas compresas empapadas en agua y mientras iba refrescándole el cuerpo y entrelazando mis dedos con su pelo, como cuando peinas a los niños… me di cuenta que seguramente cualquiera de ustedes estarían le hubieran hecho lo mismo… Y entonces pensé en su familia, en lo preocupados que estarían por Gregorio, por cómo estaban siendo esos momentos y fue en ese preciso instante donde concebí la posibilidad de escribir esta carta… Nunca pensé en que aquella conversación con Gregorio fuera su despedida, sino su recuerdo de ustedes…
Así que le pregunté por usted Juan, por sus otros hijos, por sus nietos y… por su mujer. Cuando hice esto último temí. Temí que ella aún no siguiera viva o que la pregunta no le hiciera bien. La luz de la habitación era tenue pero todo él se iluminó al pronunciar el nombre de su mujer: Concepción.
Así que una vez más me hizo sonreír: de ternura, de emoción y casi sin poder contener las lágrimas…
Hablaba de ustedes pero especialmente de ella.
Igual le parece una comparación absurda pero… ¿sabe en la película de Peter Pan cuando Campanilla le pide a Peter que elija su “pensamiento alegre” para poder volar? Pues le aseguro que para su padre ese pensamiento era su mujer.
Gregorio y su mujer, Concepción. Foto: La Sexta
La 2ª dosis de morfina le sentó muchísimo mejor. Ahora parecía tener sueño, le decía que ya era tarde y que tenía que descansar y dormir. Le puse la mano en el pecho y le di las gracias por esa sonrisa… Él volvió a sonreír y yo… también. Eran las 5 de la mañana cuando por fin dormía…
La noche siguió su curso. Llegaron más pacientes y en torno a las 6 de la mañana entró una señora por el Box de críticos. Venía muy mal, casi asfixiada, las últimas palabras que escuchó fueron las mías al explicarle como iba a ser la intubación:
– No va a sentir nada.
Pero yo… si lo sentí…
Mientras recorría los escasos 5 metros que separan el Box de críticos del de su padre me crucé con el hijo de esta señora, yo solo agaché la cabeza…
Cuando llegué al Box me apoyé en el resquicio de la puerta. Observaba a su padre dormir plácidamente y respirar… RESPIRAR. Esa imagen fue mi pensamiento más alegre de aquella noche…
Tarde varios días en hacer uso de la pegatina que me había quedado. Aunque ya sabía el desenlace imagino que necesitaba esperar para contaros la noticia. Días antes me habían informado mis compañeros que un rombo negro es un deceso. Su padre aparecía con ese rombo. Leyendo la historia clínica me tranquilicé al saber que mis compañeras de la planta hablaban de lo tranquilo que estuvo durante todo el ingreso (ese en nuestro argot significa “no sufrimiento”).
No sé si pudieron ir a verle y quizás ese era el principal motivo de esta carta. No quiero que piensen que los últimos momentos de su padre fueron de sufrimiento, fríos y en soledad. Necesito que sepan que incluso estando malito fue un paciente excepcional… Que como decía Bécquer: “Con su mirada me regaló un mundo aquella noche y que estoy totalmente segura que con su sonrisa se gano el cielo…”
Dígale a Concepción que quizás su mente pudo en algún momento de su deterioro echar cosas e incluso gente en el olvido, pero aquella noche gozaba de una lucidez espléndida, pues solo hablaba de los días que habían vivido juntos y de lo que se habían querido…
Si le preguntan a alguien por qué es enfermera podrán darle múltiples razones… Yo solo les daré una:
“Amo mi profesión y aunque con momentos tan duros como los que vivimos hoy, la amo aún más porque gracias a historias como las vividas con su padre me doy cuenta que la enfermería nos hace esencialmente humanos y esa es una cualidad que no quiero perder nunca”.
Ningún paciente nos es indiferente pero no es menos cierto qué algunos nos dejan una profunda huella… ¡Qué paradoja!
En tiempos de guerra resulta casi imposible hallar paz… Y sin embargo, su padre me ayudo a encontrarla…
Ojalá ustedes puedan encontrar en estas palabras un poquito de esa paz a pesar de su pérdida pues un pedacito de Gregorio acompaña cada letra y no hay mejor homenaje que una sonrisa y ese “pensamiento alegre” con el que a pesar de todo le recuerdo.
Les espero en las calles, cuando todo esto pase y llegue el momento de reivindicar nuevamente una Sanidad Pública de calidad y humana. Mientras, desde las “trincheras” seguimos luchando para que ese grito deje de ser una súplica y se convierta por fin en una realidad.
Un abrazo de una de las enfermeras de Gregorio.