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Hermann Schreiber es octogenario como su esposa, Teresa Domínguez. Los dos sufren alzhéimer. Ella, gallega, dominaba el alemán, pero ya no. Ni siquiera habla. Él, oriundo del país germano, no recuerda apenas el español que tanto controlaba. Pero de lo que no se olvida es de tocar su inseparable armónica.
Aprendió la técnica a los cinco años, en ello se entretenía mientras su madre preparaba mantequilla y ahora, cada día, cuando la gente aplaude a los sanitarios desde sus balcones, él acude presto a su ventana, en la ciudad de Vigo. Cree que esos vecinos de las casas de al lado son su público y no duda en ofrecerles un auténtico recital con ese instrumento de viento que siempre le ha acompañado.
A esa sensación, la de sentir que está ante el respetable, no ha llegado él por una ocurrencia cualquiera. Se lo ha hecho creer así la persona que lo asiste, Tamara Sayar, que dedica la cuarentena a los “cuidados de su segundo de a bordo”, como lo llama, y que para hacerlo debidamente ha tenido que dejar a su única hija, todavía menor, al cuidado de su abuelo, el padre de ella, bombero jubilado.
”No sé si he creado un monstruo, porque ahora Hermann ensaya todo el día”, cuenta emocionada a Efe, y no duda en confesar el enorme cariño que siente hacia el intérprete al que el estado de alarma no frena. “Simpático, muy sensible, de emoción fácil”. Así lo define.
“Pedazo concierto, eh, Hermann”, “¿Ves? Te has puesto nervioso. Mucho público. Yo entiendo”, le dice esta sanitaria en cada vídeo que graba de sus conciertos. Él sonríe, sigue soplando y al final bate sus propias palmas sobre la dulzaina, sumándose a la ovación.
Después, cómo no, ha de lavarse las manos. Para que jamás se le pase por alto hacerlo Tamara ha diseñado un gigantesco cartel con esa recomendación escrita en alemán y el dibujo de un varón, que se asemeja físicamente, y mucho, a su músico predilecto, el de casa.
Hermann y Teresa se conocieron en la Selva Negra meridional, en el pequeño municipio en el que él residía: Unterkirnach, tal y como explica Ana MArtínez en un reportaje de EFE. Ella, que tuvo tres hijos, de los cuales uno ha fallecido, se quedó viuda cuando estaba embarazada de su hija pequeña.
Para ganarse las habichuelas, en un momento dado tuvo que tomar la decisión de emigrar y dejar a la prole al cuidado de su suegra. Se empleó en una compañía de cortadoras de pelo y afeitadoras, donde el que con el tiempo se convertiría en su esposo se dedicaba a la fabricación de los utillajes adecuados para las piezas en serie.
Se conocieron, se casaron y allá se quedaron. Venían a España en los períodos vacacionales. También, los dos, se dedicaron durante un tiempo a repartir periódicos, eso sí, siempre juntos. Esta unión la trastocó la salud. Los hijos de Teresa empezaron a darse cuenta de que ella estaba perdiendo su segundo idioma y de que se desorientaba mucho. Todo esto ocurrió hace ya más de un lustro.
Decidieron entonces que lo mejor era que estuviese en Galicia. Hermann se quedó en la casa alemana, que aún conservan, e iba y venía. Pero la fatalidad hizo que hace un año su memoria empezase, igualmente, a resquebrajarse.
"El alzhéimer los confinó, como estamos ahora todos"
Tamara Sayar, que en su domicilio gallego no les quita ojo, describe lo ocurrido de una manera tan sucinta como clarificadora: “Esta enfermedad los confinó. Como estamos ahora todos”.
Hermann y un hijo de Teresa tenían previsto un viaje a Alemania, pues él sigue conservando a sus médicos allí y necesitaba seguimiento y hacerse con las medicinas que le han recetado. Por las restricciones que ha desencadenado la pandemia del Covid-19 en España y por ser él persona de alto riesgo, no pudieron tomar ese avión. Tras un proceso burocrático latoso, consiguió esos fármacos.
Cuando se empezó a hablar del coronavirus en Wuhan, él hablaba mucho de China con Tamara. Hermann estuvo allí, con su armónica claro, y también deleitó con sus sones a los “chineses”, como él los llama. De sus costumbres se quedó muy sorprendido, principalmente de las culinarias, pues comentaba lo asombrado que se había quedado cuando vio que comían erizos, animales con una envoltura de pinchos que jamás se habría imaginado en una mesa.
Teresa, Hermann y Tamara están en Vigo. Esta chica solamente tiene palabras maravillosas para ellos, y para los hijos de Teresa. De hecho quiere que de su historia no quede la tragedia y sí la hermosa existencia de amor que han vivido y la intendencia que hay detrás de esa armónica que en cada jornada se hace oír.
Tamara no desea tampoco que se hable de su caso, pero los mimbres de los que están hechos Hermann y Teresa no parecen diferir mucho de los suyos. Separada de la que era su pareja y entregada desde que era una bebé al cuidado en exclusiva de su niña, “una ricura que ya empieza con la preadolescencia”, está en la actualidad alejada de ella por 59 kilómetros por carretera.
”Se quedó con mi padre, el de menor riesgo de los posibles”, detalla. Él vive en Sanxenxo, donde tiene su residencia permanente. Tamara y su hija exprimieron el tiempo juntas hasta el último momento, al no saber cuánto van a prolongarse las medidas.
”Jugamos, bailamos, preparamos pizza... Pero, sobre todo, nos dimos millones de besos y muchos achuchones. Ahora llamadas, muchas con vídeo para vernos, varias veces al día. Reconozco que siempre hay un momento diario en el que me embarga la tristeza a pesar de saber que hago lo que tengo que hacer, eso siempre lo tengo claro”.
Y concluye: “A todos esos padres a los que se les está cayendo la casa encima, les digo que ¡qué envidia me dan!; no están alejados”. Ahora es Hermann el que aclama a Tamara. Y con melodía de fondo.